El 20 de diciembre de 1998 tenía que haber habido toros en la plaza de la Maestranza. El cartel, un festejo benéfico, anunciaba al mismísimo Manuel Benítez ‘El Cordobés’ junto a Curro Romero, Manolo Cortés, José Ortega Cano –que se había implicado en la organización del evento-, Enrique Ponce y los novilleros Enrique Muñoz y El Pireo. Se trataba de recabar fondos –vía Cruz Roja- para los damnificados por el huracán Mitch que había asolado parte de Centroamérica. Pero todo iba a dar la vuelta. Antonio Ordóñez había fallecido en la víspera, hace hoy justo veinte años, en la clínica del Sagrado Corazón. Ingresó casi en agonía. El maldito cáncer que se había hecho evidente en la goyesca de aquel mismo año no tenía camino de vuelta. Los restos de maestro retornaron a su casa de Iris, la breve calleja que los toreros tenían que haber recorrido a pie al día siguiente desde la calle Antonia Díaz hasta el inquietante portón rojo que da paso al patio de cuadrillas de la plaza de la Maestranza.
Y allí fue velado por los suyos: su hija Carmen y su nieto Francisco, entonces recentísimamente casado con Eugenia Martínez de Irujo; sus hermanos Pepe y Alfonso, la viuda Pilar Lezcano... Comenzaba el desfile de amigos, compañeros, autoridades... las declaraciones de pésame y elogio a uno de esos escasos toreros de toreros, paradigma de clasicismo, que había marcado parte de la historia taurina del siglo XX. Los carteles pegados en la calle seguían proclamando que aquel día frío y nublado, víspera de las fiestas navideñas, tenían que sonar los clarines en el coso del Baratillo. La empresa, algo sobrepasada por los acontecimientos, aún no había sentenciado definitivamente la suspensión.
Con el maestro de Ronda de cuerpo presente a dos pasos del coso del Baratillo sólo cabía una solución: la cancelación del festejo. Por respeto a su memoria y para facilitar el homenaje de las gentes del toro en la capilla ardiente, que se había instalado en la casa de Iris. A mediodía del día 20 se celebró el funeral en la capilla de los Marineros. La Virgen de la Esperanza de Triana –de la que había sido hermano mayor- aún estaba bajada de su camarín para el besamano de la fiesta de la Expectación. Uno de sus mantos abrigaba el ataúd del maestro para su último viaje. Antonio Ordóñez Araújo, “el hijo más preclaro del Niño de la Palma”, acababa de entrar en la historia.
¿Quién fue Antonio Ordóñez Araújo? Las películas de la época no hacen justicia a la verdadera trascendencia de un torero tenido por modelo del arte de torear. Su entrada en escena se produce en pleno postmanoletismo –tomó la alternativa cuatro años después de la muerte del Monstruo de Córdoba- precediendo a los grandes ases de la Edad de Platino –Puerta, Camino y El Viti al frente- que llenaron los prodigiosos 60 en paralelo con la irrupción de otro fenómeno de masas que puso el toro y la sociedad boca abajo: Manuel Benítez ‘El Cordobés’.
En medio de todos ellos, Ordóñez se convirtió en la piedra angular del clasicismo, bebiendo del mismo venero que antes había alimentado la línea Gallito-Chicuelo-Manolete a la que dotó de una especial majestad apoyada en su impresionante porte imperial. El maestro de Ronda se transfiguraba delante de los toros convirtiendo cada muletazo en una escultura clásica. No es casual que Antonio Ordóñez fuera el primer matador de toros en recibir la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 1996. Los franceses, por cierto, se habían adelantado entregándole la preciada Legión de Honor un año antes. Cosas de esta España...
Alternativado en 1951, escenificó su primera retirada en 1962 después de torear en la feria de Nuestro Señor de los Milagros de Lima. Pero Ordóñez volvió en 1965 y lo hizo en plenitud, manteniéndose en activo hasta el 12 de agosto de 1971, cuando volvió a eclipsarse en el viejo Chofre de San Sebastián. Desde entonces convirtió la cita anual con ‘su’ Goyesca de Ronda en una peregrinación anual para los practicantes de la religión del ordoñismo. El maestro se preparaba concienzudamente para estas citas que viven sus años de mayor apogeo en la década de los 70 hasta que, espoleado por los retornos de compañeros de generación como Manolo Vázquez o Antoñete, anuncia una nueva reaparición. Sería la última. Una fuerte lesión sufrida en los entrenamientos le mermaría de dificultades para siempre. El rondeño había toreado mano a mano con su yerno Paquirri en la Goyesca del 80. Y volvió a hacerlo de luces en el 81 anunciándose en Ciudad Real y Palma de Mallorca. Las cosas no salieron. No podían salir... No volvió a torear más.
Se casó con Carmen González, la hermana de Luis Miguel Dominguín. Las relaciones entre los cuñados no siempre fueron fáciles y se escenificaron –según el dictado del viejo Dominguín- en aquel estío del 59 que Ernesto Hemingway retrató literariamente para la revista Life como ‘El verano peligroso’. El premio Nobel norteamericano hizo de la amistad con el hijo del Niño de la Palma uno de los estandartes de su última etapa española. Antes había sido íntimo de su padre, al que convirtió en el Pedro Romero de su novela ‘Muerte en la tarde’. Ordóñez también frecuentó la amistad de otro prócer enamorado de este país, el cineasta Orson Welles, que pidió ser enterrado en ‘El Recreo de San Cayetano’, la finca rondeña del maestro.
El maestro de Ronda fue amortajado con la túnica de terciopelo verde de la Esperanza de Triana pero su devoción primera –y el primer hábito nazareno que vistió- fue el de la Soledad de San Lorenzo, a la que acompañaba en las tardes de Viernes Santo -antes de la reforma del calendario litúrgico- como maniguetero de añejo antifaz de terciopelo negro. El genial rondeño entregó varios vestidos para el ajuar de la última dolorosa de la Semana Santa. Seguramente, el más famoso de todos es aquel heliotropo y oro que vistió en una de las tardes de la histórica Feria de Abril de 1967, después de seis años de ausencia del coso del Baratillo.
Sus cenizas reposan hoy muy cerca de las de otro torero mítico como Curro Guillén, enterradas delante de la puerta de chiqueros de la Maestranza de piedra de su Ronda natal. Su recuerdo permanece vivo. Su aura aumenta con el tiempo. Descansa en paz, “cerca del único maestro”.