«Manuel, acabas de cambiar el toreo». Fue la respuesta de El Rere cuando Manuel Jiménez Chicuelo, asombrado por la respuesta del público, acudió a la barrera a refrescarse después de dar muerte al toro Corchaíto la tarde del 28 de mayo de 1928 en la plaza vieja de Madrid. La anécdota la prestó, visiblemente emocionado, Rafaelito Chicuelo en la conferencia del tratadista malagueño José Morente. Fue el pasado viernes en un acto organizado en el Ateneo de Sevilla con motivo del 50 aniversario de la muerte de su padre, el genial diestro de la Alameda de Hércules. Rafael evocaba así en el salón de actos de la Docta Casa un trasteo fundamental que, de alguna manera, se convirtió en piedra angular del nuevo lenguaje taurino que ya había anticipado, y no pudo completar, Joselito El Gallo .
Chicuelo alternaba aquel día con Cagancho y Vicente Barrera, que confirmaba la alternativa. Se había encerrado una corrida de Graciliano Pérez Tabernero. El tercero de la tarde, el famoso Corchaíto, permitió al diestro sevillano enhebrarse a su embestida en una faena iniciática de ritmo e intensidad crecientes que alcanzó su cénit en los últimos naturales, ligados en un palmo de terreno en medio del delirio del público que pedía las orejas antes de que el torero llegara a montar la espada. Chicuelo, que pinchó dos veces y acertó a agarrar una estocada corta, cortó dos trofeos. Pero, más allá del premio, la gente tenía la sensación de haber asistido a una auténtica revelación.
Federico M. Alcázar, crítico de El Imparcial, publicaba al día siguiente que aquella faena había sido «la obra de arte más grandiosa, más excelsa, más genial que se ha hecho en el toreo». Gregorio Corrochano, el gran maestro de ABC, se mostraba algo más tibio con el acontecimiento pero, perro viejo y astuto, tomaría nota de la dimensión de la obra de Chicuelo, que iba a rebasar su severo juicio. Corrochano supo revalorizar lo que había visto en la crónica de una corrida posterior en la que, ojo, ni siquiera toreaba el diestro sevillano. Afirmaba, después de un largo circunloquio que la estela de la faena de Manuel Jiménez permanecía viva «porque levantó en medio de la plaza de Madrid un monumento al olvidado pase natural». Cuidado: más allá de la apreciación de los críticos se había impuesto la intuición del público. Habían tomado buena nota: el toreo iniciaba un nuevo rumbo.
¿Cuál había sido la innovación de Chicuelo? Su hijo Rafael lo explicó de forma tan clara como sencilla en la charla del Ateneo aportando un dato revelador. El torero ya había logrado esa ligazón con el toro mexicano entre 1924 y 1927. Pero es Corchaíto, un animal que preconiza la embestida moderna, el que va a desbrozar definitivamente ese camino por el que más pronto que tarde caminarían el resto de los toreros. «El toro se salía en los vuelos de la muleta y a mi padre le bastó con dejársela muerta para ligar los muletazos girando sobre sus talones» refería Rafael. Tan fácil y tan díficil. A Chicuelo le pudo faltar fuelle para consagrar el nuevo canon. Faltaba más de una década para que apareciera un nuevo coloso que lo haría suyo.
Chicuelo es el transmisor de esa revolución taurina nacida del enciclopedismo taurino de Joselito El Gallo y madurada, definitivamente en la obra colosal de Manolete. Es importante definir ese hilo. Pepe Alameda, el imprescindible tratadista de las fuentes del toreo precisaba desde su exilio mexicano que «Chicuelo es, sin duda, discípulo de Gallito, no por lecciones directas, pero sí por haber respirado desde niño en su atmósfera y haber bebido en su fuente».
Efectivamente, Joselito ya había esbozado ese toreo ligado en redondo que Chicuelo acabaría estructurando en series o estrofas de ritmo musical. Ése es el toreo por llegar, tal y como confirma la visión de otro analista, Nestor Luján, afirmando que «Chicuelo es el creador del ritmo de torear moderno, del encadenamiento suave y fluente de las faenas...» Ese hilo del toreo nos presta, además, algunas hermosas casualidades. Chicuelo había tomado la alternativa en Sevilla el 28 de septiembre de 1919. Se la concedió Juan Belmonte. Pasaron veinte años y una guerra: la plaza de la Maestranza volvió a ser el escenario de otro doctorado destinado a cambiar la historia. Manuel Rodríguez Manolete, el estoico ciprés de Córdoba, recibía los trastos del oficio de manos del mismísimo Chicuelo. Fue el 2 de julio de 1939. Se había cerrado el círculo.