Alejandro Pérez Lugín sacó de imprenta en 1921 una historia que recurría al tópico habitual: la baja extracción del aspirante a figura; la mujer inalcanzable; el maestro consagrado; el perdedor que sirve de Pigmalión; el amigo de la infancia que se convierte en fiel escudero... El escritor gallego supo dotar a la historia de un indudable atractivo humano y un envoltorio tipista, propio del ambiente regionalista en el que se forja la propia novela. Todos esos ingredientes convirtieron a ‘Currito de la Cruz’ en un extraordinario éxito de ventas y un clásico de la literatura taurina. La sinopsis de la historia es sencilla: un inclusero con hambre de toros, Currito de la Cruz, alcanza la fama guiado por un viejo torero fracasado y gracias al favor de la figura del momento, Manuel Carmona. El amor imposible de la hija del maestro, que se fuga con su más encarnizado rival, Romerita, marcará la bajada a los infiernos de Currito, que volverá a apoyarse en ese cariño indestructible para volver por sus fueros redimiéndose a sí mismo y a la chica que, como no, se llama Rocío. Es el triunfo eterno del amor, la bondad y la verdad pero todo ello transcurre en el inconfundible escenario que presta la Sevilla de principios del siglo XX prestando especial atención a una Semana Santa auténticamente popular que, con el propio el cuadro de personajes, tiende puentes a otra novela de argumento muy similar pero distinta orientación literaria: se trata de ‘Sangre y Arena’, de Vicente Blasco Ibáñez, que también se implicó personalmente en la adaptación cinematográfica de su novela en la tempranísima fecha de 1916.
Estamos hablando de los primeros balbuceos del cinematógrafo, un medio cargado de posibilidades narrativas que Pérez Lugín apreció con sentido de visionario. Hay que revalorizar el papel del escritor gallego como pionero de la cinematografía española en coincidencia con su condición de autor de éxito. Aquel decidido interés le llevó a crear su propia productora –Troya Film- para controlar todos los detalles del paso de sus obras al celuloide. En 1924, un año antes de embarcarse en la adaptación de Currito de la Cruz ya había filmado otra de sus exitosas novelas, ‘La casa de la Troya’, que también serviría para bautizar la empresa. Pero Alejandro Pérez Lugín murió prematuramente -víctima del tifus- en 1926 y no tendría demasiado tiempo de desarrollar en plenitud su proyecto. Curiosamente, la enfermedad que le llevó a la tumba la había contraído en Sevilla el año anterior, ni más ni menos que durante el rodaje de ‘Currito de la Cruz’.
El éxito popular que acompañó la publicación de la novela espolea su traslación al celuloide en apenas un lustro. Esa primera versión muda fue dirigida por Fernando Delgado de Lara junto al propio Pérez Lugín, que también se implicó personalmente en los guiones y debió tener arte y parte en todos los detalles de la producción. El reparto incluía el nombre del torero retirado Antonio Calvache en el papel de Romerita. Calvache era hijo de un prestigioso retratista taurino y después de retirarse de los ruedos tomó las riendas del negocio familiar. Llegó a convertirse en retratista de la Casa Real lo que pudo facilitar la filmación de la aparición de la reina Victoria Eugenia en la película. En el elenco de actores figuraban, entre otros, Jesús Tordesillas, Elisa Ruiz Romero –que repetiría en la versión de 1936-, Manuel González y Anita Adamuz. El papel de Gazuza fue desempeñado por un jovencísimo Domingo del Moral, tío bisabuelo del autor de este reportaje, que andando el tiempo haría célebre el nombre de Juanón en el cuadro de actores de Radio Nacional de España.
Más allá de su incipiente calidad cinematográfica, la película constituyó un impresionante documento de la época, con apariciones puntuales de la propia reina, la duquesa de Alba y hasta el embajador de los Estados Unidos. La película retrata los paisajes perdidos de Andalucía La Baja, el toreo arqueológico de El Algabeño y, especialmente, un asombroso documental de la Semana Santa de la Sevilla regionalista que se prepara para vivir la explosión de la Exposición Iberoamericana de 1929. La salida de la Hermandad de la Hiniesta de San Julián con sus imágenes primitivas –fueron destruidas en el incendio de 1932- o los nazarenos de San Bernardo pidiendo la venia en el palco de la plaza de San Francisco son algunas pinceladas de una fiesta castiza y popular por la que desfilan los nazarenos desenfadados de la Esperanza de Triana en una mañana de Viernes Santo delante de la desaparecida cárcel del Pópulo y, por supuesto, al Gran Poder en la amanecida dando sentido a la escena final de la historia.
El mismo Fernando Delgado sería el encargado de filmar la primera versión sonora de la obra de Pérez Lugín. Fue en 1936, con el protagonismo del diestro madrileño Antonio García Maravilla en el papel de Currito. Hay que recordar que Maravilla –fallecido en Fuengirola en 1988- logró cierta fama por un lance ajeno a su trayectoria como matador. El torero llegó a estar propuesto para la Cruz de Beneficencia después de estoquear un toro que se había escapado en las fiestas de Chinchón en 1930. La caída del gobierno de Primo de Rivera le dejó sin condecoración. La producción alcanzó la estratosférica cifra de 1.200.000 pesetas de la época pero el escenario bélico que comenzaba en ese momento la hizo pasar algo más desapercibida que el resto de las versiones. Es importante consignar que Antonio Calvache, el torero que había interpretado a Romerita en la versión muda, actuaría como asesor taurino de la nueva versión de Fernando Delgado. Un hermano suyo, José Calvache, apodado Walken, había dirigido en 1925, en coincidencia con la primera versión de Currito de la Cruz, la película El Niño de las Monjas, basada en la vida del infortunado diestro Florentino Ballesteros, un torero que pasó del hospicio en la plaza y que encontró la muerte después de una brutal cornada sufrida en Madrid en 1917.
La fortaleza de la historia trazada por Pérez Lugín permanecía inalterable y volvió a ser llevada al cine en 1948, esta vez bajo la dirección de Luis Lucía y el protagonismo indiscutible del diestro sevillano Pepín Martín Vázquez. La película, en realidad, se convierte en un auténtico documento taurino e histórico que reafirma el papel de avanzado a su tiempo del torero de la Macarena. Pero el toreo luminoso de Pepín contó con un aliado fundamental. Se trata de la fotografía de Pepito Fernández Aguayo, novillero en su juventud, que supo sacar todo el partido posible a la filmación y el montaje de las faenas del torero en las plazas de México, Madrid y Sevilla. El reparto de esta versión, que gozó de una tremenda repercusión en su momento, contó con la participación de Jorge Mistral y el gran Tony Leblanc en el papel de Gazuza. Nati Mistral, que interpretaba a la señorita Rocío, se enamoró de Leblanc en el transcurso del rodaje aunque el noviazgo –ya es sabido- no llegó a buen puerto. Como curiosidad hay que reseñar que Pepín Martín Vázquez, ya retirado, volvería a participar en un película, la producción hispano francesa El Torero, que se estrenó en 1954 en París y al año siguiente en Madrid. La versión de Luis Lucía fue considerada en su momento como la mejor película de toros que se había hecho hasta el momento. El tratamiento de la historia ha envejecido con dificultad pero el toreo preciosista de Pepín Martín Vázquez permanece fresco, natural, pleno de actualidad...
No pasaron ni veinte años -1965- antes de que la novela de Alejandro Pérez Lugín volviera a ser llevada al cine, esta vez en color y, una vez más, adaptada a la misma época en la que es rodada, la yema de la década prodigiosa de los 60. El director fue en esta ocasión Rafael Gil, que volvió a contar con la inestimable fotografía de Fernández Aguayo y la colaboración del gran escritor taurino Antonio Abad Ojuel en la elaboración de los guiones para otorgar una gran credibilidad taurina al montaje. Con esas garantías, la película volvió a funcionar como historia bien contada, excelentemente documentada y taurinamente atractiva. El diestro cordobés Manuel Cano El Pireo encarnó en esta ocasión el papel de Currito de la Cruz. El matador de Las Margaritas, que ese mismo año participó en la inauguración de la nueva plaza de toros de Córdoba, no desmereció de la convincente interpretación de Arturo Fernández –recentísimamente fallecido-, un chulesco y displicente Romerita que sólo pensaba en humillar al viejo Carmona, excelentemente encarnado por Paco Rabal. Una bellísima, prometedora y juvenil Soledad Miranda –que fallecería prematuramente cinco años después en un accidente de tráfico- puso el rostro de la señorita Rocío. Los imprescindibles Copita y Gazuza fueron interpretados, respectivamente, por el inconfundible Manolo Morán y el joven Luis Ferrín, que pocos años antes había protagonizado otra película de trasfondo taurino y social: El espontáneo. El reparto se completaba con otro peso pesado de la escena española como Julia Gutiérrez Caba. Las escenas taurinas, la Sevilla interior que está a punto de ser engullida por el incipiente desarrollismo y, una vez más, la filmación de la Semana Santa constituyen un preciso aguafuerte de una España que está a punto de cambiar. Sigue siendo una delicia.