Ficha técnica: Se lidiaron seis toros de Juan Pedro Domecq, incluyendo el sobrero que hizo cuarto, desigualmente presentados y justitos de presencia. El mejor del encierro, cogido con alfileres, fue el nobilísimo ejemplar que hizo segundo. Al resto le fallaron la raza y las fuerzas aunque el sexto sacó buen fondo. Juan Antonio Ruiz ‘Espartaco’, de tabaco y oro, oreja y oreja. Salió por la Puerta del Príncipe. José María Manzanares, de negro y azabache, silencio y ovación tras aviso. Borja Jiménez, que tomaba la alternativa y vistió de blanco y oro, silencio y oreja. La plaza se llenó hasta la bandera en tarde muy calurosa. El espectáculo duró más de tres horas. Dentro de las cuadrillas destacó Curro Javier, que saludó con Blázquez tras parear al quinto.

Crónica:

Se mascaba desde que se abrió de capa para recibir al segundo de la tarde. Espartaco no había venido a pasearse y siendo consciente de las circunstancias de su edad y el escaso tiempo que ha tenido para preparar este compromiso, se dejó el pellejo para no decepcionar al público en la misma plaza que le encumbró cuando las sienes plateadas eran un inmenso flequillo rubio.

El maestro de Espartinas usó su mejor arma: el temple. Una cualidad torera que no necesita el apoyo de la juventud ni la pujanza de las facultades físicas para seguir brotando inalterable. Con ese don, Juan Antonio Ruiz supo torear con pulso de seda al flojo y nobilísimo ejemplar que saltó en segundo lugar, un toro que parecía preparado para despedir con sabor dulce al maestro, que brindó su faena a Curro Romero.

Hubo seda en el toreo a derechas pero el Espartaco más artista apareció cuando se cambió el engaño a la mano izquierda. Surgió el aire de maestro antiguo y las ganas de novillero cuando se tiró a matar de verdad pinchando al primer encuentro. La estocada definitiva puso en sus manos la primera oreja. Para entonces ya se mascaba que podía abrir la ansiada puerta por sexta vez en su carrera.

Pero las cosas no se iban a poner fáciles y el veterano diestro tuvo que sacar la raza que lleva dentro para sortear las dificultades que le planteó el sobrero que saltó en cuarto lugar. Fue un animal que puso dificultades en la lidia, esperó en banderillas y estuvo a punto de prender a Pedro Muriel a la salida de un par de banderillas.

Espartaco brindó esta vez a sus tres hijos y compartió el monterazo –era el último de su vida- con el público que abarrotaba la plaza de la Real Maestranza. Sabía que la papeleta no era fácil y el toro, reservón y sin romper, salía de los embroques con la cara por las nubes. Ahí aparecieron las ganas, pero también la sabiduría de cuarenta años de oficio que acabaron obrando el milagro.

El maestro se metió al toro y al público en el bolsillo y hasta se relajó por completo en las últimas fases de una faena que remató de una estocada que necesitó del refrendo del descabello. Cayó otra oreja y desaparecieron las dudas. A esas alturas ya había corrido por los tendidos el rumor de su salida a hombros de sus compañeros, tal y como ocurrió con Manzanares padre hace casi diez años.

Finalizado el larguísimo espectáculo, su padre y su hijo menor le desprendieron el añadido en los medios de la plaza mientras los toreros saltaban al ruedo para cogerlo a hombros.

Si Manzanares padre fue sacado a hombros en su última tarde vestido de luces en mayo de 2006 en la plaza de la Maestranza, su hijo acudía esta vez al mismo escenario vestido de negro en luto y homenaje a su padre y maestro. Lo hacía después de un año de polémica ausencia de la plaza que más y mejor le ha visto y el público supo reconocer ambas circunstancias con una ovación de gala antes de abrirse de capote.

El alicantino no tuvo suerte con el tercero de la tarde, un animal derrengado que sólo mereció el volapié con el que lo despenó. Tuvo muchas más opciones con el quinto, un toro de feas hechuras al que instrumento una faena estética y compuesta, no siempre reunida, que tuvo ritmo declinante. El toro acabó claudicando y la espada de Manzanares, otra vez al volapié, puso fin a su primer compromiso en Sevilla.

Lejos de ser un convidado de piedra, el toricantano Borja Jiménez sacó la raza, las tablas y sus muchos progresos para cortar una meritísima oreja al toro que cerró plaza con la noche completamente cerrada. Lo había recibido con frescura, variedad y ánimo manejando el capote y lo pasó en una faena firme, asentada y muy ceñida que abrochó con un sincero arrimón cuando el toro acortó distancias.

Con el toro de la ceremonia, que pasó de distraído a soso, apenas pudo justificarse con solvencia después de recibir los trastos del oficio de manos de su amigo y maestro Espartaco, que había encontrado la excusa perfecta para despedirse de la plaza de su tierra en un año que vuelve a contar con demasiadas ausencias en sus carteles.