El 14 de agosto de 1912 hubo toros en Sevilla. José Gómez Ortega, Gallito en los carteles y Joselito en la intimidad familiar, aún era novillero pero ya tenía visos de gran figura. Apenas le quedaba mes y medio para tomar la alternativa y se había comprometido a torear a beneficio de la Hermandad de la Macarena. Se trataba de recabar fondos para sufragar la fastuosa corona de oro que se acabaría labrando en la joyería Reyes. La presea tenía dos autores intelectuales: uno, el diseñador Juan Manuel Rodríguez Ojeda. El otro era el canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón, verdadero ideólogo de la llamada coronación “popular” de la Virgen de la Esperanza que llevó aparejada el estreno de otra joya, el llamado manto camaronero que puso la guinda al palio rojo que, trazado por Ojeda en 1908, se convirtió en la piedra angular del nuevo concepto de cofradía popular. Aquella ceremonia, sin el rango canónico que tendría la definitiva coronación de 1964, se celebró en San Gil el 14 de marzo de 1913, y contó con el respaldo del cardenal Almaraz. Pero, ojo, el encargado de poner la corona sobre las sienes de la Virgen fue el propio Muñoz y Pabón...

A partir de aquí, los acontecimientos se encadenan sin solución de continuidad. Y este mismo año ha hecho un siglo: Muñoz y Pabón, que era natural de Hinojos, convirtió las páginas de El Correo de Andalucía en un púlpito para muñir la coronación canónica de la Virgen del Rocío, de la que era rendido devoto. Fue a través de un memorable y conocido artículo titulado ‘La pelota está en el tejado’ que puso en marcha la sólida y decidida maquinaria humana, logística, burocrática y canónica que permitió que la Reina de las Marismas recibiera la rarísima distinción en menos de un año. Una vez más había que poner en pie la materialidad de la corona, que fue diseñada –siempre según el tozudo criterio del canónigo choquero- siguiendo las trazas de la que sigue luciendo la Inmaculada de Alonso Martínez de la catedral de Sevilla. Pero hacía falta dinero...

Muñoz y Pabón firmó aquella pieza periodística en mayo de 1918. Paralelamente, el irrepetible canónigo de Hinojos puso en marcha una “junta de caballeros” –presidida por él mismo- para allanar el camino de la coronación. Pero el inminente acontecimiento necesitaba ser financiado. Entre los vocales de ese grupo humano figuraba Gallito, nombrado como don José Gómez Ortega, que era íntimo del cura Pabón. Ofició de secretario el prestigioso ganadero José Anastasio Martín, alma de la Hermandad del Rocío de Coria del Río. Paralelamente se creó otra “junta de señoras” presidida por la mismísima hermana del cardenal Almaraz. Entre otras damas figuraban en esa segunda comisión María Moreno Santamaría, Dolores Carmona de Martín –hija del célebre diestro El Gordito y casada con el ganadero José Anastasio Martín- y su hija, Rocío Martín Carmona, que actuaba de secretaria.

El investigador y coleccionista Luis Rufino Charlo –biznieto de Pepe Anastasio y Mariana Moreno Santamaría- ha desempolvado el cartel de un acontecimiento ligado a los preparativos de la coronación en los que, una vez más, se iban a ver cruzados los caminos de Muñoz y Pabón, Gallito y los propios ascendientes de Rufino: las familias Martín y Moreno-Santamaría, que se volcaron donando la mayor parte de las reses. Hablamos del festival taurino celebrado el 8 de diciembre de 1918 en la desaparecida plaza Monumental de San Bernardo, que había sido estrenada en junio de ese mismo año bajo el impulso de Gallito. Ya es historia sabida: la plaza tampoco sobrevivió a su creador.

El cartel señalaba que los beneficios del evento irían destinados “a un fin piadoso” que no era otro que la captación de fondos para los preparativos de la coronación. El cartel lo encabezaba Joselito al que seguían los matadores Curro Posada, José Flores ‘Camará’, Varelito e Ignacio Sánchez Mejías. El nombre de Rafael, hermano de José, figuraba aparte y fuera de la terna oficial, advirtiendo que “en atención al fin benéfico de esta fiesta ha ofrecido su valioso concurso y figurará como espada el ex matador de toros Rafael Gómez ‘El Gallo’.

La inclusión –matizada- de Rafael El Gallo merece comentario aparte. El Divino Calvo se había cortado la coleta –que aún era natural y seguía siendo el símbolo de la profesión en la calle- en la intimidad familiar el 24 de octubre de ese mismo año. El tijeretazo lo se lo pegó su madre, la bailaora Gabriela Ortega, que entregó la trenza a su hermano José. Éste le había organizado una temporada de despedida poniéndole una condición: que no volviera a vestirse más de torero. Pero Rafael rompió su promesa y volvió a los ruedos al año siguiente dejando aquella retirada, sus fastos y hasta los buenos oficios de Joselito en papel mojado. José nunca se le perdonó y no volvieron a torear juntos. Cuando llegó la tragedia irremediable de Talavera llevaban un año sin hablarse.

Pero hay que volver al hilo del festejo y a los valiosos datos que ofrece el cartel. Se habían encerrado reses de José Anastasio Martín, José Luis y Felipe de Pablo Romero, Anastasio Moreno Santamaría, Señores de Rufino Moreno Santamaría, Marqués de Guadalest y Félix Suárez. La implicación de la familia Rufino-Martín-Moreno Santamaría es evidente. Pero el cartel ofrece otros detalles: desde el manifiesto del ganado en los antiguos corrales de Tabladilla en las vísperas del festejo hasta las “lujosas moñas” y las “banderillas de lujo” regaladas por distintas señoritas de la sociedad de la época. Por cierto, un palco de sombra –se vendía completo, con seis asientos- costaba 25,05 pesetas. La barrera se podía adquirir por un duro y la entrada general de Sol sin numerar, la más barata de aquel inmenso coso que se levantaba en la actual avenida de Eduardo Dato, se expendía al precio de 40 céntimos de peseta.

“Un festival de postín”, titulaba la crónica de El Correo de Andalucía en su edición del 9 de diciembre de 1918. “A pesar del tiempo, desapacible a ratos, lució espléndidamente el festival taurino celebrado ayer en el circo nuevo”, señalaba el diario decano de esta ciudad argumentando en un tono sorprendentemente satírico que “sus organizadores habían recopilado todo lo bueno, bonito y barato que pueda escogerse en el negociado de toros y toreros, presentado un cartelito de lujo merecedor del primer premio en cualquier concurso de carteles”. Joselito le cortó las dos orejas al segundo de la tarde y Posada, una al tercero. La plaza registró una entrada más que aceptable para la fecha aunque no sabemos si saldrían las cuentas.

Luis Rufino evoca otro dato fundamental para ubicar aquel festejo en el espacio y el tiempo. Aquel 8 de diciembre de 1918 se inauguró el monumento a la Inmaculada Concepción de la plaza del Triunfo, obra del escultor José Coullaut Valera y el arquitecto José Espiau. La idea era antigua pero había sido relanzada por el cardenal Spínola, fundador de este periódico, que no pudo verlo terminado. El encargado de inaugurarlo sería el cardenal Almaraz...

Y fue el cardenal Almaraz el encargado de imponer la corona de oro a la Virgen del Rocío en la aldea que toma su nombre. Fue el 8 de junio de 1919, seguido muy de cerca por un clérigo de sotana negra y vivos violetas, el imprescindible canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón. La crónica de El Correo, que había jugado un papel determinante en la coronación de la Virgen, nos vuelve a adentrar en la intimidad del momento. Almaraz ya había colocado las preseas en las sienes de la Señora y el Divino Niño pero nuestro calonge no pudo resistirse... “El señor Muñoz y Pavón sube al paso y afianza las coronas; al bajar tiene que hincarse, tapándose el rostro con las manos para ocultar su inmensa emoción...”

Aquellas lágrimas de emoción eran el preludio de otras de dolor. A Joselito le quedaban poco más de cinco meses de vida para caer fulminado en las astas de ‘Bailaor’ en el ruedo de Talavera de la Reina, el 16 de mayo de 1920. Había muerto el rey de los toreros. Rodríguez Ojeda le levantó un túmulo casi onírico en San Gil y cubrió de gasas negras a la Virgen de la Macarena. Pero no iba a llover a gusto de todos. Los funerales provocaron la airada reacción de la nobleza y la alta burguesía agraria de la época, que no podían aceptar que las naves catedralicias se franquearan para las exequias de un simple torero.

Pero Muñoz y Pabón, que estaba agotando sus horas en este mundo, no había dicho su última palabra. El cura de Hinojos volvió a emplear las páginas de El Correo en la edición vespertina del 22 de mayo para arremeter duramente contra aquellas fuerzas vivas con una desacomplejada libertad de expresión que hoy provoca envidia. “Si Joselito no ha sido tan funesto para la nación y para la Iglesia como lo son los políticos –aquí entran también los locales-, nadie tiene la culpa”, espetó el capitular advirtiendo que “no han faltado títulos de Castilla –asistentes al acto- que han sentido escándalo de que todo un Cabildo Catedral haga exequias por un torero...”

José, que había ayudado a sufragar la corona de Reyes; que había comprado en París las mariquillas de cristal verde para la Virgen de sus amores aún tenía un legado póstumo para la Macarena: es la pluma de oro regalada por el canónigo Juan Francisco Muñoz y Pabón que, a su vez, la recibió después de ser sufragada por suscripción popular para recompensar aquel valiente artículo. Al canónigo tampoco le quedaba mucho tiempo. Murió el 3 de diciembre de aquel mismo año...

La recentísima celebración del festival a beneficio de las obras sociales y asistenciales de la hermandad de la Macarena, de alguna manera, han cerrado este hermoso círculo, evocando y poniendo de manifiesto la figura de José, que sigue desfilando hasta el otro mundo siguiendo la imagen de la Esperanza que porta una gitana en el monumento funerario de Mariano Benlliure, convertido en la mejor elegía en bronce del torero que no tuvo cantores literarios. Pronto se cumplirá el centenario de la trágica desaparición de aquel coloso que cambió para siempre los fines del arte de torear. Su muerte le impidió encargar doce varales de oro para la Virgen de San Gil. La hermandad de su vida ha prometido levantarle el monumento que merece hace tanto.