- Paco Ojeda, vestido de blanco y azabache, en la Goyesca del 87. Foto: Maurice Berho
Entonces no podía saberlo, pero Antonio Ordóñez iba a torear su última Goyesca en la plaza rondeña en 1980. Había vuelto a anunciarse después de renunciar a vestirse de majo en las ediciones de 1978 y 1979 por distintas circunstancias que ya fueron contadas en su momento. Pero el festejo del 80, que recuperó todo el boato, se iba a resolver en aquel recordado mano a mano con su yerno Paquirri –cuatro años antes de la tragedia de Pozoblanco- que dejó para la historia familiar la foto icónica de ambos colosos dando la vuelta al ruedo junto a dos niños llamados Francisco y Cayetano que entonces ni siquiera soñaban con convertirse en matadores de toros. En aquel momento, el maestro de Ronda llevaba algún tiempo acariciando una vuelta a la palestra, más allá de esa cita puntual con la Maestranza de piedra que se había convertido en una gozosa peregrinación anual de los fieles del ordoñismo desde su retirada formal en el añorado coso donostiarra de El Chofre, en 1971.
Todo estaba previsto a priori para que volviera a actuar en la Goyesca de 1981 pero las cosas, como veremos, se acabaron torciendo. Antonio se hizo sustituir por el mismísimo Manuel Benítez ‘El Cordobés’, con el que nunca había llegado a alternar de luces. El Ciclón de Palma del Río alternó con Manolo Vázquez –en su gloriosa reaparición- y José María Manzanares para despachar un encierro de Ramón Sánchez. No había sido un año grato para Ordóñez, que había intentado volver a los ruedos espoleado por los retornos jubilosos de toreros de su generación como el propio Vázquez o Antoñete. El maestro había sufrido un tremendo golpe en los entrenamientos previos que agravaron las secuelas de una antigua lesión. Se había quedado irremediablemente cojo. No pudo reaparecer en Málaga, tal y como estaba previsto. En realidad ya no podía torear. Las sucesivas actuaciones en Palma de Mallorca –el 16 de agosto- y Ciudad Real –al día siguiente- le hicieron desistir de su propósito. No volvería a ponerse delante de una res brava.

Antonio Ordóñez y Paquirri dan la vuelta al ruedo en Ronda junto a Francisco y Cayetano Rivera Ordóñez, muy niños aún. Foto: Archivo A.R.M.
La era pos Ordóñez
A partir de ahí, el festejo rondeño iba a entrar en una breve crisis de identidad, bañado en la sombra alargada del maestro. Las piezas empezarían a encajar gracias al concurso de dos toreros genuinamente ‘goyescos’: José María Manzanares y Paco Ojeda pero, sobre todo, gracias a la dedicación del propio Ordóñez, consagrado a la organización de un evento que convirtió en festejo de autor. El sanluqueño –que había estado anunciado el año anterior pero no pudo actuar- debutaría en el transcendental festejo rondeño en 1984 cerrando un cartel que abría Rafael de Paula –sustituía a José Antonio Campuzano y se presentó vestido de luces, sin ropa de goyesco- y completaba el recordado maestro alicantino. Ojeda y Manzanares repetirían en la edición siguiente, compartiendo cartel ésta vez con Espartaco que ya se había destapado en gran figura a raíz de la faena al toro ‘Facultades’ en la Feria de Abril de aquel mismo año.
Pero Ojeda y Manzanares iban a animar el cotarro, definitivamente, en 1986 alternando mano a mano para lidiar una corrida de Torrestrella. Los toros de don Álvaro Domecq –los favoritos del difunto Paquirri- vivían sus años de apogeo ligados a las grandes citas sumando un trapío irreprochable y una fogosa bravura. Ojeda empleó aquella tarde el vestido que había estrenado el año anterior: un preciosista traje de majo, asombrosa y novedosamente galoneado de oro, que despertó la envidia retrospectiva del maestro de Ronda. Siempre había acariciado la idea de hacerse un traje así pero nunca llegó a materializarlo. Un amigo común conocía el secreto –a Ordóñez le sentó como un tiro- y la sastrería madrileña de Fermín hizo el resto...

Paco Ojeda, en 1986, vestido con el traje ribeteado de oro que marcó una nueva tendencia en la indumentaria goyesca. Foto: Arjona.
Seis toros para un genio
En 1987, el grandioso artista de Sanlúcar de Barrameda se encontraba en la cúspide de su revolución estética y taurina. Cinco años antes, a raíz de su confirmación madrileña con un torazo de Cortijoliva, había levantado el vuelo sacudiendo el mundillo taurino con la fuerza de un seísmo. Era el comienzo de un intenso y fugaz reinado que iba a confirmar en sucesivos faenones y en la definitiva encerrona del 12 de octubre en la tradicional Corrida de la Cruz Roja de Sevilla. Las cuatro orejas, la Puerta del Príncipe... eran lo de menos. Al año siguiente, de nuevo en Sevilla, volvió a abrir el mítico arco de piedra en la misma feria en la que, imperceptiblemente, Paquirri renunció al cetro del toreo cuando declinó su turno de quites en un toro de Ojeda. Había llegado un nuevo tiempo.
Pero Paco Ojeda no había alcanzado su techo. Le quedaban terrenos por explorar, profundizar en su más íntimo concepto; legislar su propia revolución. Desde esa condición de máxima figura del toreo se organizó la apuesta de Ronda. Iba a ser la primera vez que un torero estoqueara seis toros en solitario en el transcendental festejo goyesco. Fue el 12 de septiembre de 1987. Paco se iba a decantar esta vez un terno blanco, bordado en azabaches, de chaquetilla corta con solapas.

El genio de Sanlúcar, paseado a hombros al final del acontecimiento de 1987.
La ganadería escogida sólo podía ser la de Torrestrella. Don Álvaro asumió la importancia del acontecimiento embarcando un encierro muy astifino, de imponente presencia que sorprendió a los taurinos. El tercero, un serísimo burraco, se llamaba ‘Bulería’. Era el toro destinado a sellar el legado ojedista. El sanluqueño lo paró con verónicas lentísimas, templadas, obligando mucho al toro, ganándole el terreno en una renovación de la línea belmontina. La plaza ya echaba humo cuando tomó la muleta cuajando un trasteo apabullante en el que reveló hallazgos que, posiblemente, sólo había rumiado en la soledad del campo. La memoria rescata un muletazo invertido ligado a un original afarolado que desató la locura. Le pidieron el rabo que la presidencia, absurdamente, se empeñó en negar. Dio dos vueltas al ruedo; lucró un total de cinco orejas, se lo llevaron a hombros en medio de una auténtica conmoción pero más allá del eco de ese triunfo la faena permanece en el propio imaginario de los aficionados y constituye uno de los hitos irrenunciables de la herencia ojedista.
¿Se podía volar más alto? ¿Se podían explorar otras simas? Al año siguiente iba a formalizar todo ese legado taurino en un faenón inolvidable que forma parte de la historia de la plaza de la Real Maestranza de Sevilla. Lo dictó con el toro ‘Dédalo’, un ejemplar de Juan Pedro Domecq que se unió a los anales taurinos del sanluqueño y a la propia historia del toreo. ¿Se había vaciado Paco Ojeda? ¿Merecía la pena seguir? ¿Había entrado en una crisis creativa? Esa misma temporada, tras cumplir un bolo veraniego en la plaza de Marbella se sumió en su segundo eclipse. Afortunadamente no iba a ser el último.