Morante, entre el cielo y la tierra...

El diestro de La Puebla dictó una emocionante faena que, más allá de las dos orejas concedidas, debía haber bastado para sacarle a hombros por la Puerta del Príncipe

Morante, entre el cielo y la tierra...

Morante, entre el cielo y la tierra... / Álvaro R. del Moral

Álvaro R. del Moral

El ejercicio de la crítica choca con las palabras cuando pretende describir las emociones, que nada tienen que ver con la simple y dura geometría del toreo. Pero es que la corrida de este viernes, tercer cartel estrella del ciclo de San Miguel, obedecía a un denso argumento interior que también merece ser contado. Se trataba de aferrarse al cetro, de dejar despejadas las gradas del trono de paladines y aspirantes y proclamar, como los antiguos imanes de la Giralda, quién manda aquí. Así lo entendió Morante, dueño y señor de un festejo en que –con o sin el escaso fondo de la corrida de Juan Pedro- hubo pocas concesiones al aburrimiento.

La cosa había empezado regular. La invalidez del primero obligó a soltar el sobrero, un toro de hechuras equinas y casi tan blando como el titular con el que Morante, muy metido en la tarde desde el segundo uno, barajó escasas opciones. No merece la pena entrar en si metía la cara por aquí y por allí. La gente se había embelesado con las maravillosas formas de Ortega; no había terminado de comprender el esfuerzo baldío de Roca Rey con el tercero... Y salió el cuarto, colorado y de bonitas hechuras. Morante lo recibió con tres cambios de rodillas, esa añeja suerte que fue el fuerte de Fernando El Gallo, nudo fundamental en la transmisión del hilo del toreo y padre de Joselito. Ese afán arqueológico se iba a mantener en los primeros capotazos de mano alta que no transportaron a la Edad de Plata pero, según se empleaba el toro en el capote, los lances se fueron convirtiendo en una maravillosa expresión artística –crujía la cintura del torero y estallaban los tendidos- que subió de tono y se desbordó en la fascinante media.

Sonó la banda y también prendió una melodía interior, esa música callada del toreo, que se mantuvo en otras concesiones a la vieja historia del toreo: sorprendieron las tijerillas al estilo antiguo como galleo para poner al animal en suerte. Ortega también entró al quite pero el toro, ésa es la verdad, andaba frito de todo. No iba a importar. Morante se empleó en una primera fase de la faena, iniciada con muletazos por bajo plenos de sabor. El toreo fluía poco a poco, extrayendo el agua de un pozo hondo con paciencia de alquimistas. Había que dar el paso y meterse en la cuna, consentir al toro...

Un larguísimo pase de pecho marcó la frontera. Se había roto el velo. Morante se emborrachó de toro y toreo, comprometido en el cite y jugándose el pellejo en una tromba de naturales que empezó a sacudir la plaza como una tormenta de verano. Tuvo paciencia para esperar al toro y desatar la locura. La plaza de partió en dos; había sido posible el milagro. La banda de Tejera, una vez más, se enteró tarde del asunto y Morante –que ya había sufrido las veleidades de su director- la mandó callar con cajas destempladas. El toreo seguía brotando en su palo más puro, con la muleta en la izquierda, pero el toro acabó echando mano al diestro de La Puebla, que voló por los aires en una feísima voltereta de la que salió maltrecho pero milagrosamente ileso.

¡Y se puso otra vez a torear en medio de una ovación emocionante! Las gargantas eran un nudo cuando Morante volvió a dar el paso y citó al toro, volviéndolo a cuajarlo a pies juntos. Un molinete invertido despidió la faena y preludió el grandioso volapié. Cortó las dos orejas pero le tenían que haber dado el rabo. En otro tiempo, en esta misma plaza, los aficionados se habrían echado en masa al ruedo para descerrajar esa puerta que se mira en el Guadalquivir. Ni orejas ni gaitas. Después de esto deberían tapiarla.

Amainó la tormenta. Ortega y Roca Rey salieron al ruedo absolutamente noqueados. El sevillano fue una sombra de sí mismo con el quinto, un toro de más a menos que prometió mejor comportamiento en la lidia. Pero antes había vuelto a embelesar a la plaza de la Maestranza con esas hermosas formas –el trazo de sus muletazos es el más rabiosamente clásico del toreo- en una faena, la dictada al segundo de la tarde, que supo aprovechar a la perfección la débil nobleza del toro de Juan Pedro. El trasteo comenzó, sin preámbulos, con un molinete ceñido que ligó a los muletazos cambiados de pitón a pitón para salir a los medios. La cadencia, el aire intemporal de su puesta en escena, la sencillez de lo clásico se hicieron presente en una labor que fue de lío gordo en una excelentísima tanda diestra y en una limpia serie de naturales. Pero el toro estaba listo y el propio torero perdió un tanto el hilo en un puñado de muletazos que no añadieron nada al asunto. Debe profundizar en el toreo fundamental para pasar cierta raya. La espada tampoco ayudó.

Roca Rey, por su parte, hizo un esfuerzo sordo y sin recompensa con sus dos toros. Con el primero, que tenía su guasa y siempre miró al torero, se empleó en una faena entregada, muy comprometido siempre, que no encontró ningún eco en el tendido. Tampoco iba a funcionar la cosa con el sexto, un toro rebrincado y deslucido que iba a hacer infructuosos todos sus esfuerzos. Había concluido la corrida y el ruedo, con la noche echada y plagado de sombras, permanecía solitario. Morante pasó las rayas y cumplimentó a la presidencia con esa inimitable cortesía de otro tiempo. Abandonó la plaza, seguido de sus hombres, en medio de una ovación de gala. Había rendido la plaza y había lanzado una seria advertencia: muchachos, aquí mando yo.

Ficha de la corrida

Ganado: se lidiaron seis toros de Juan Pedro Domecq, incluyendo el sobrero que sustituyó al primero de la tarde, bien aunque desigualmente presentados. La corrida adoleció de raza y fuerza en líneas generales aunque el segundo mostró dosis de nobleza. El primero, blando, resultó deslucido; remiso y avisado el tercero; de escaso fondo el cuarto; manejable y a menos el quinto y rebrincado y peligroso el sexto.

Matadores: Morante de la Puebla, de rosa y azabache con ribetes de plata, silencio y dos orejas.

Juan Ortega, de burdeos y oro, ovación en ambos.

Roca Rey, de noche y oro, palmas que no recogió y silencio.

Incidencias: La plaza aparentaba lleno con el 60% del aforo previsto vendido en su totalidad. Apretó el calor. Dentro de las cuadrillas destacaron Juan José Domínguez con los palos y Jorge Fuentes con el capote.

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