Ocho caballos llevaba el coche del Espartero...

El arrojado diestro de la Alfalfa falleció en el ruedo de la Corte, corneado por un toro de Miura hace 125 años...

26 may 2019 / 10:57 h - Actualizado: 26 may 2019 / 11:00 h.
"Toros"
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Madrid, 27 de mayo de 1894. Los carteles de la vieja plaza de la carretera de Aragón anunciaban toros de Miura. Tenían que ser estoqueados por Manuel García ‘Espartero’, Zocato y Antonio Fuentes. La corrida, incluida en el largo abono madrileño, había comenzado temprano. A las cuatro y media de unos relojes que aún no entendían de horarios modificados. El primero de la tarde se llamaba ‘Perdigón’. Era colorao de capa, ojo de perdiz. Tenía cuajo y presencia y tampoco estaba mal armado. Su lidia y muerte correspondía a El Espartero, que había escogido un terno verde y oro para la ocasión. ‘Perdigón’ llegó a tumbar cinco caballos a cambio de otros tantos puyazos. Tres jacos quedaron para el arrastre enseñando las tripas al sol. Era el signo de aquella fiesta que no era apta para remilgos. Después del tercio de banderillas llegó el ceremonioso brindis al palco que se estilaba en la época. De espaldas al callejón lanzó la montera y se fue al toro...

Ocho caballos llevaba el coche del Espartero...

La famosa revista taurina madrileña ‘El Enano’ narraba las vicisitudes de la faena y el primer intento de estocada: “...frente al 9 se metió al volapié, para dar un buen pinchazo en buen lugar, del que, por cortarle la salida el toro, salió enganchado por la entrepierna y volteado a gran altura. Por suerte, y también gracias a un oportuno quite de Valencia, no hubo por entonces más que el susto consiguiente”. Pero el destino de Manuel estaba escrito en aquella tarde de mayo. “...se volvió a arrancar al volapié un poco fuera de los tercios delante del 10, dando hasta la mano una estocada algo contraria, de la que por cortarle, como la otra vez, la salida del Miura, salió empitonado por el vientre”. El Espartero quedó tendido en la arena, encogido como un feto, mientras el toro de Miura agonizaba a su lado. Seguramente murieron con insólita y trágica sincronía mientras el cuerpo del matador era izado en alto por las asistencias para conducirlo a la enfermería.

Eran las cinco menos cuarto de la tarde. El parte médico, firmado por el doctor Marcelino Fuertes, servía de inesperado epitafio: “durante la lidia del primer toro, ha sido conducido a esta enfermería el diestro Manuel García ‘Espartero’ en estado de profundo colapso. Reconocido detenidamente, resultó presentar una herida penetrante en la región epigástrica, con hernia visceral; una contusión en la región esternal y clavicular izquierda. Prestados los auxilios de la ciencia para el caso más alarmante que era el colapso y reconocidos como ineficaces, se le administraron los últimos Sacramentos, falleciendo el herido a las cinco y cinco minutos de la tarde y a los veinte minutos de su ingreso en la enfermería”.

La noticia de su muerte ya había trascendido pero la presidencia no suspendió el festejo. La corrida siguió adelante mientras el público, sobrecogido, iba abandonando silenciosamente la plaza. Algunos espectadores permanecieron en los tendidos mientras Zocato y Fuentes –“después de mí nadie y después de nadie, Fuentes”, clamó El Guerra- dieron cuenta de los cinco ‘miuras’ restantes. Su compañero yacía en un camastro de la enfermería. Los mosquetones de una pareja de la Guardia Civil escoltaban el cadáver...

¿Quién fue El Espartero?

Manuel García había nacido en Sevilla el 18 de enero de 1865. Criado en el entorno de la plaza de la Alfalfa, tomó el apodo del oficio de su padre, que se dedicaba a la manufactura del esparto. Pronto quiso ser torero y su nombre empezó a cobrar cierta fama en el ambiente de las encerronas y capeas del entorno de Sevilla, a las que acudía a lomos de un borriquillo. Debutó en Guillena con 16 años y a partir de ahí –según la costumbre de la época- formó en la cuadrilla de El Cirineo. En 1882 actuó por primera vez en la plaza de la Maestranza en calidad de banderillero. Tres años después pisaría el mismo ruedo como novillero para estoquear reses de Anastasio Martín. Manolillo El Espartero, a pesar de sus taras profesionales, ya destacaba por su valor inquebrantable, espoleado por esas ansias de salir de la vida que dejaba atrás. “Más cornadas da el hambre” es la frase lapidaria que dejó para la historia.

Espartero, como el alcalareño Antonio Reverte, era lo que hoy entendemos por un famoso. La afición sevillana le convirtió en un auténtico ídolo, tapando sus carencias en el oficio. Manolillo tenía que ser el mesías; el torero que arrancara la trenza a los colosos de la época. El 13 de septiembre de 1885 se organizó su alternativa en la mismísima plaza de la Maestranza. El célebre diestro Antonio Carmona ‘El Gordito’ se prestó a ser su padrino, cediéndole un toro de Saltillo llamado ‘Carbonero’ con el que se convirtió en matador de toros con gran éxito. El eco de ese triunfo le acompañaría el 14 de octubre para su confirmación madrileña. Fernando ‘El Gallo’ –padre de José y Rafael- fue el encargado de entregarle de nuevo los trastos del oficio pero las cosas no salieron como se esperaba...

Las cogidas y los sustos fueron una constante en la breve carrera del célebre matador. Se le discutió su escasa técnica pero su fama creció a la vez que arreciaban las comparaciones con el gran mandón de la época: el todopoderoso Guerrita. Alternaron juntos en Sevilla y Madrid, acompañados de graves enfrentamientos de los partidarios de uno y otro. Cuentan que el propio Manuel tuvo que defender a Rafael de las agresiones de los aficionados sacándolo de la plaza en su propio coche. Ese ambiente hostil contra el altivo califa cordobés no haría sino favorecer las simpatías por el Espartero, más endeble en técnica y destreza, pero más atractivo para los públicos. Los antiguos cronistas señalan la de 1891 como la mejor temporada de su vida. Ese mismo año, en la feria de San Miguel de Sevilla, daría la alternativa a Emilio Torres ‘Bombita’.

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De la vida, el amor y la muerte...

Un capítulo peculiar de su vida fueron sus amores con Celsa Fonfrede, la viuda de Fernando de Concha y Sierra, el célebre ganadero de la época. ¿Quién era doña Celsa? Había aterrizado en Sevilla en los últimos años del siglo XIX. Formaba como tiple en una compañía de variedades que hizo célebre el estribillo de la zarzuela ‘El Telémaco’: “...suripanta, la suripanta/ maqui truqui de somatén/ Sun faribún, sun faribén/ maca trúpitem sangasiném”. Fernando de la Concha y Sierra no dudó en casarse con Celsa ‘la Suripanta’. Su amigo Fernando Parladé, otro tarambana de la época que pasaría a la historia por su breve faceta de ganadero, también se llevó al altar a una compañera de la Fonfrede. El escándalo estaba servido...

Pero Fernando de la Concha y Sierra duró poco. En 1887 ya estaba criando malvas. La viuda, una mujer transgresora para las convenciones de la época, no tardó en encontrar consuelo en los brazos del famoso matador de La Alfalfa. ¿Llegó a casarse doña Celsa Fonfrede con Manuel García? Pues no... Celsa Fonfrede ya había tenido una hija en su matrimonio, Concha, pero tuvo una más con el torero. Se llamaba Pilar. Esa niña acabaría casándose con el aristócrata Joaquín Pareja Obregón Sartorius, dando origen a la saga de artistas sevillanos de ese apellido. El Espartero también estaba casado, tenía sus propios hijos legítimos, pero eso no impidió que llevara una vida marital con la famosa viuda entre la casona de O’Donnell y la famosa finca marismeña de La Abundancia. El idilio sirvió de escándalo y cotilleo para la época. Cuentan que esos amores pudieron inspirar a Vicente Blasco Ibáñez para retratar los personajes de ‘Sangre y Arena’.

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El duelo

El arrojo que convirtió en estandarte de su tauromaquia también encendería la mecha de la muerte del Espartero, volviendo a dejar en soledad a doña Celsa. ‘Perdigón’ sentenció su vida aquel 27 de mayo de 1894. Sólo tenía 29 años. El cadáver fue trasladado de Madrid a Sevilla por ferrocarril en una inmensa caja blanca que ocultaba el ataúd de zinc. Llegó el 30 de mayo. El traslado del cadáver desde la plaza de Armas hasta el cementerio de San Fernando constituyó un desfile impresionante de miles de personas, con mayoría femenina. Fernando Villalón, el gran poeta de la Baja Andalucía, era un muchacho de trece años que contempló –impresionado- aquella tremenda manifestación de duelo, el tiro de caballos, los cocheros a la Federica, los toreros portando las cintas del féretro... Años después escribiría uno de sus poemas más conocidos...

Giralda, madre de artistas,

molde de fundir toreros,

dile al giraldillo tuyo

que se vista un traje negro.

Malhaya sea Perdigón,

el torillo traicionero.

Negras gualdrapas llevaban

los ochos caballos negros;

negros son sus atalajes

y negros son sus plumeros.

De negro los mayorales

y en la fusta un lazo negro.

Mocitas las de la Alfalfa;

mocitos los pintureros;

negros pañuelos de talle

y una cinta en el sombrero.

Dos viudas con claveles

negros, en el negro pelo.

Negra faja y corbatín

negro, con un lazo negro,

sobre el oro de la manga,

la chupa de los toreros.

Ocho caballos llevaba

el coche del Espartero...