Sevilla, 21 de abril de 1978. El cartel anuncia a la máxima figura del momento, Paquirri, junto a un maestro de referencia, El Viti, y el infortunado diestro francés Nimeño II. Se lidian toros de Osborne y el coloso de Barbate se marcha a recibir al quinto a portagayola. Suena la música de Tejera después de unas impresionantes verónicas pero el toro parece haber salido descordado del encuentro con el caballo. Paquirri toma los palos y se marcha a los medios dispuesto a quebrarlo. El toro cambia de ritmo y no hace caso del cambio. El encuentro es brutal, dramático. El osborne ha taladrado los dos muslos del torero. Antonio Ordóñez, su suegro, salta al ruedo mientras el toro, reventado, se derrumba en la arena. Lo apuntillan. A Paco le conceden una oreja sin haber empuñado la espada...

Paquirri ya está en la camilla. «¡Quiero que me vea don Ramón!». Pero el Ramón que le iba a atender era otro... «Paco, soy Ramón Vila, el hijo de don Ramón. No te preocupes. Además, o dejas que te opere yo o te vas ahora mismo». Aquella determinación del joven galeno que acababa de tomar las riendas de la enfermería de la Maestranza calmaron al torero que, con pasmosa tranquilidad, le detalló los tremendos destrozos de sus piernas: «La cornada grande es la del muslo derecho...». Se acababa de iniciar una sincera e íntima amistad.

Pasaron seis años. Paquirri ya era un torero en decadencia que apuraba sus últimos capítulos profesionales. Había contratado la última corrida de aquella temporada en una feria amable, sin sobresaltos, en la localidad cordobesa de Pozoblanco. Lo que pasó aquel 26 de septiembre de 1984 ya forma parte de la historia doméstica de este país. Todos sabemos qué haciamos, dónde estábamos en aquel anochecer del primer otoño. La cámara de Antonio Salmoral perpetuó las indicaciones del matador a Eliseo Morán, el médico que atendía la modesta enfermería de la placita. «Doctor, la cornada es fuerte, tiene al menos dos trayectorias...». Pero Paquirri, en el comienzo de su agonía invocaba el nombre de su amigo. «¡Qué llamen a Ramón Vila!».

Aquella frase dio la vuelta a España y enseñó las miserias de esa enfermería y tantos mugrientos cuartos de curas. Sólo entonces comenzaron a mejorar sus dotaciones bajo el impulso de médicos como Ramón Vila, involucrados en la renovación del oficio y en la reglamentación actualizada de las enfermerías. Pero el cirujano no pudo llegar a tiempo de asistir al torero y al amigo por una sola vez en la vida. Las endiabladas carreteras de la época y la confusión del momento le impidieron estar junto a él sin saber lo que podría haber cambiado. En aquel cuchitril se hizo lo que se podía hacer con lo poco que se tenía. Vila alcanzó el hospital Reina Sofía. Era el primer destino del herido pero allí supo que Paquirri había entrado muriéndose a chorros en el viejo Hospital Militar. ¡Que llamen al doctor Vila! Pero don Ramón no tenía la llave del tiempo.