Varelito: centenario de la muerte de un valiente

El malogrado diestro sevillano fue corneado por un toro de Guadalest el 21 de abril de 1922, ahora hace un siglo. Falleció casi un mes después, tras una dolorosa e interminable agonía

20 abr 2022 / 11:29 h - Actualizado: 20 abr 2022 / 11:31 h.
"Toros"
  • Manuel Varé, brutalmente corneado en el ano, es conducido a la enfermería de la Maestranza. Foto: Archivo A.R.M.
    Manuel Varé, brutalmente corneado en el ano, es conducido a la enfermería de la Maestranza. Foto: Archivo A.R.M.

La muerte de Joselito, definitivamente, dio la puntilla a la brevísima y fulgurante Edad de Oro y terminó de franquear la puerta de otra época apasionante cercada entre la posguerra europea y la contienda civil española. La Edad de Plata –entendida en su globalidad- fue un momento fecundo, creativo y luminoso al que no fue ajeno el toreo: La estela de Gallito y Belmonte alumbró una baraja de toreros irrepetibles como Ignacio Sánchez Mejías, Antonio Márquez, Chicuelo, Gitanillo de Triana, Cagancho, Pascual Márquez o el Niño de la Palma. La lista no estaría completa sin añadir los nombres de Manolo Bienvenida, Lorenzo Garza, el malogrado Manolo Granero o Domingo Ortega, que con Marcial Lalanda, se convertiría en puente entre el toreo de la preguerra y la posguerra española. Al fin y al cabo, la tauromaquia llega a ser un capítulo más de esa desacomplejada revisión artística en la que se incluye la reinvención estética de la Semana Santa, entendida como fiesta popular y expresión regionalista.

Pero no se puede hablar de la Edad de Plata sin seguir el trágico rastro que deja la sangre de tantos toreros. Los públicos se habían tornado muy exigentes con los sucesores de los colosos. Se trataba de aplicar la revolución gallista y belmontina a un animal duro de patas, pleno de rusticidad, que aún no había asimilado los parámetros del nuevo toreo a través de la selección impulsada por Joselito. Y un halo fatal rodea la figura del coloso de Gelves. No es un dato subjetivo. José concedió hasta diez alternativas a lo largo de su corta pero intensa vida profesional pero cinco de esos nuevos matadores –Ballesteros, Ernesto Pastor, Varelito, Félix Merino y Sánchez Mejías- encontraron la muerte en las astas de los toros engrosando la lista trágica de aquellos años de plomo y plata en los que también caerían, entre otros, Manolo Litri o Curro Puya. Hay otros tres matadores doctorados por José –Juan Luis de la Rosa, Pacorro y Angelete- que no murieron por cornadas pero acabaron sus días de forma prematura y otros dos –Dominguín y Camará- que, eso sí, triunfaron como apoderados renovando la herencia taurina de José al poner los cimientos del moderno negocio taurino.

A la sombra de los colosos

Esa lista trágica de ahijados gallistas la había iniciado Florentino Ballesteros, un inclusero que encontró en el toro una efímera gloria pero también la muerte, tres años antes que su padrino Joselito. También había caído Ernesto Pastor, un olvidado torero puertorriqueño –hijo de mexicano y francesa-, que se encontró con la Parca en Madrid el 5 de junio de 1921. Y el 22 de abril de 1922 le llegó la hora a Varelito...

Gallito le había convertido en matador el mismo día que a Domingo Dominguín, el patriarca de la extensa saga toledana que tanto tendría que ver con el futuro organizativo del treo. Ese doble doctorado se celebró en el ruedo de la Corte, el 26 de septiembre de 1918. José le cedió un toro llamado ‘Flor de Jara’ que pertenecía a la ganadería de García de la Lama. Manuel Varé ‘Varelito’, que había nacido en Sevilla el 29 de septiembre de 1893, ya había sido un prometedor y valiente novillero que no tardaría en convertirse en notable torero de ferias, un punto eclipsado por el fulgor de José y Juan.

Joselito, su padrino, ya era un recuerdo cuando el infortunado diestro sevillano –que tenía fama de valeroso y de gran estoqueador- se anunció en la plaza de su tierra. Ahora hace cien años justos: era una corrida de ocho toros, del hierro de Guadalest. Abría cartel el propio Varelito seguido de Chicuelo, Granero y Marcial Lalanda. Pero aquella corrida no era ajena al ambiente enrarecido de una Feria de Abril empobrecida por la ausencia de Belmonte y huérfana de Joselito, que seguía muy presente en el recuerdo de los aficionados.

El quinto, llamado ‘Bombito’, estaba marcado con el número 33 y era negro y cornicorto. Su lidia se vio entorpecida continuamente por la presión del público que llegó a provocar que Varelito se encarara con los tendidos en medio de una fenomenal bronca. El diestro sevillano respondió a las provocaciones arriesgando más de la cuenta e incluso llegó a afirmar en el brindis a uno de sus peones que sería el último toro al que se enfrentara en Sevilla. Desgraciadamente, iba a tener razón... Después de unos muletazos de tanteo, sin llegar a dominar por completo al animal, se desplantó de espaldas con un gesto de desprecio sin poder evitar que se le echara encima. La cornada fue brutal, penetrándole por el ano y destrozándole el esfínter.

Una visita en la agonía

Cuando le llevaban a la enfermería Varelito exclamó: “¡ya me la pegao, estaréis contentos...!” En el cuarto de curas se pudo certificar la larga lista de destrozos musculares y vasculares. Se le envió a su casa después de la intervención con cara de circunstancias. La septicemia era cuestión de días. Comenzaba una larga, dolorosa, interminable e insoportable agonía. Cuentan que el alcalde de la época llegó a ordenar que cubrieran de arena los adoquines de la calle Gerona –donde esperaba la muerte el torero- para evitarle las molestias de los ruidos de los coches y los carros sobre el adoquinado. En esos días de zozobra recibió la visita de su compañero Granero, un chico jovial –primera figura en ciernes- que intentó animar al herido recordándole que estaban anunciados juntos en Madrid. “Estoy muy mal y me voy a morir”, fue la lacónica respuesta de Varelito. “Anda ya, que a lo mejor me muero yo antes”, bromeó Granero para quitar hierro al asunto...

Varelito, atormentado por un impresionante sufrimiento, aún vivía el 7 de mayo de 1922. Granero tenía ese día una cita con la plaza de toros de Madrid. El cartel anunciaba toros de dos hierros: tres del duque de Veragua y otros tres del marqués de Albaserrada que tenían que tumbar tres jovencísimos matadores: Juan Luis de la Rosa, el propio Manolo Granero y Marcial Lalanda, que confirmaba su alternativa. El quinto, marcado con el hierro ducal, se llamaba ‘Pocapena’. Era un ejemplar cárdeno y bragado, seguramente burriciego, y de aire manso al que el joven diestro valenciano –vestido con un estilizado terno negro y oro de delanteras bordadas- toreó a la verónica delante del tendido 2 del viejo coso de Goya.

Varelito: centenario de la muerte de un valiente
Manolo Granero, volteado por el toro ‘Pocapena’ que le ocasionaría la muerte en Madrid. Foto: Fernández Aguayo

Sin cambiar de terrenos se dispuso a entrarle a matar, muy cerca de las tablas. En ese terreno, lógicamente, le apretó el animal, hasta alcanzarle en una tremenda voltereta de la que salió maltrecho y con la ropa rota. Granero había quedado prácticamente sentado, dando la espalda a la barrera. ‘Pocapena’ volvió a cornearle, metiendo el pitón por su ojo derecho y destrozándole el cráneo contra las tablas. Su rostro era una masa sanguinolenta que logró fotografiar Pepito Fernández Aguayo aunque nunca desveló aquellas placas.

Mientras se lo llevaban a puñados a la enfermería –donde sólo se pudo certificar su muerte irremediable- Blanquet, horrorizado, se cubría la cara con las manos. Dos años antes, el gran banderillero valenciano había sido testigo directo de la muerte de Joselito en Talavera. Como entonces, había olido a cera. La misma cera que olería cuatro años después mientras toreaba en la plaza de la Maestranza a las órdenes de Ignacio Sánchez Mejías. No sabía que estaba venteando su propia muerte, que le sorprendió en el tren aquella misma noche, volviendo de Sevilla. Menos de una semana después de la cogida y muerte de Granero fallecía Varelito, en su casa de San Juan de la Palma. El ocaso del diestro sevillano –como el del propio matador valenciano- formaba parte del impresionante tributo de sangre que pagó aquella maravillosa generación de toreros que protagonizó la fecunda, dura y luminosa Edad de Plata.