“Me preguntáis en qué momento medito sobre la muerte. La muerte la llevamos en la cara todos los toreros. Algunos la expresan de una forma determinada y yo la expreso con la sinceridad. Me preguntas en qué momento pienso en ella: cuando apago la lamparilla de la mesita de noche; cuando me quedo solo. Pienso que un cuerno me va a arrancar el corazón, pero siempre respondo a la pesadilla con el ¿qué más da? Mejor morir de una cornada que en la M-30".

Las premoniciones se visten de casualidad y siguen sobrecogiendo a pesar del paso del tiempo. La de Yiyo fue una muerte que cayó sobre otra muerte sobrecogiendo a aquel país de 1985 que se parecía tan poco al de ahora. José Cubero había respondido de esa forma tan descarnada en una entrevista de Radio Nacional después de destaparse como figura en ciernes en la feria de San Isidro de 1983. El destino querría que, casi un año y medio después, estoqueara a ‘Avispado’, el toro que hirió de muerte a Paquirri marcando a fuego el imaginario popular de aquella década. Aquel fatídico 26 de septiembre de 1984, mientras huía de sí mismo desde Pozoblanco a Madrid, no podía saber que el 30 de agosto de 1985, actuando en Colmenar Viejo, moriría matando al mismo toro que segó sus veinte años. Ese mismo destino le haría el único diestro en la historia que acabara con dos toros homicidas; uno le mató a él.

Yiyo ya era un torero de gran proyección al que perseguía, como una predestinación maldita, aquella tarde de Pozoblanco que había sobrecogido a todo el país sólo un año antes de su prematura muerte. El jovencísimo matador, uno de esos maestros precoces salidos de la exigente Escuela de Madrid, bregaba por dejar atrás una desgracia que lo había estigmatizado. Nunca quiso dramatizar con aquel duro lance del destino. La Fiesta y el viaje del toreo seguían y el torero andaba empeñado en estabilizar su caché mientras preparaba el definitivo asalto a la cima alejado del circuito de las primeras ferias para no bajar su cotización.

En aquella España de endiabladas carreteras -los móviles quedaban aún muy lejos- Yiyo supo que iba a torear en Colmenar Viejo al amanecer del mismo día 30, ahora hace justo 35 años. Había llegado a su casa de Madrid de madrugada después de actuar en Calahorra y la imprevista caída del cartel de Curro Romero puso en sus manos la sustitución y unos jugosos honorarios. Después de conocer el nuevo contrato por una llamada de su apoderado y el fugaz descanso se probó en la sastrería de Fermín el terno azul y oro que había mandado recomponer después de destrozárselo en El Puerto algunos días antes. No podía saber que sería su primera mortaja...

El joven matador se reunió a mediodía con los hombres de su cuadrilla en Colmenar Viejo, luego se marcharía a comer y vestirse a un hotel de Miraflores de la Sierra. Ya se había sorteado y habían decidido dejar para último lugar a ‘Burlero’, un bragado gironcito del encierro de Marcos Núñez. No podía fallar. La sustitución de Romero se antojaba una oportunidad de oro para dar un fuerte campanazo a dos pasos del foro, romper el escaso hielo que le quedaba para adquirir vitola de torero caro y auparse definitivamente al carro de las ferias.

Antoñete y José Luis Palomar habían pasado sin pena ni gloria y la corrida, con un llenazo absoluto, transcurría en medio de un ambiente un punto enrarecido. Pero Yiyo salió decidido a triunfar y se entregó sin fisuras cuajando una brillante faena que puso a todos de acuerdo. Resuelto a poner firma a su obra, se tiró a matar con fe después de pinchar en hueso. Yiyo fue empitonado y volteado por el toro de Marcos Núñez, que le infirió un puntazo. Cayó al suelo y rodó sobre sí mismo para librarse de una nueva cogida pero el joven torero fue corneado de lleno contra la arena. ‘Burlero’ le metió el pitón por una axila, lo levantó y lo dejó de pie. Después de dos pasos vacilantes con la mirada perdida, el torero se derrumbó en brazos de la cuadrilla antes de llegar a las tablas. Sin que pudieran tenerlo en pie cayó como un fardo junto al estribo. Ya estaba muerto, el toro le había partido en dos el corazón. Las asistencias lo izaron en brazos por el callejón. Desde el tendido se podía ver su faz cadavérica mientras comenzaban a brotar los rumores de la irreversibilidad del percance. En la enfermería sólo se pudo certificar su muerte y, sin que se moviera un alma de los tendidos, el llanto de los hombres de luces anunció que había muerto un torero.