Si hay en Sevilla un espectáculo aún más bello que presenciar el interior del Pabellón de Marruecos, donde tiene su sede la Fundación Tres Culturas, es verlo lleno de niños. Niños de todas las edades y razas, correteando por las galerías, sorteando a sus padres y desparramándose con sus juegos por las alfombras del esplendoroso patio que acoge las principales actividades de la institución. Caía la tarde y estaban aguardando a que otra chiquilla como ellos, camuflada de insigne ilustradora y llamada Francesca Sanna, bajase de la biblioteca a presentarles su libro El viaje. Con la comedida sonrisa de quien siente que aún está empezando y con la sencillez de quien considera los reconocimientos y los premios como una jaula de la que hay que saber escapar a tiempo de camino hacia el propio destino, Francesca apareció antes de hacerlos esperar demasiado. Llegó con su hablar dulce y su libro bajo el brazo. La suya era una historia sobre cómo el amor, la esperanza, la fortaleza y el empeño son capaces de reconstruir la felicidad a partir de sus añicos. Un cuento sobre refugiados; sobre una familia normal y corriente, como cualquiera de las de aquí, que de repente dejó de serlo.

«Me tomé mucho tiempo para hacerlo», explicó ella a El Correo en los minutos previos a esa presentación festiva en tan deslumbrante escenario. «Fue mi proyecto del máster de la universidad, donde estudiaba ilustración, y por ello dispuse de dos años de margen. Así que imagino que el siguiente me resultará mucho más difícil: no creo que la editorial me conceda tanto tiempo, je, je». Ante esta joven de 25 años que resulta ser la viva imagen de la modestia, cuesta creer que su libro, publicado por Impedimenta, haya recibido, entre otros reconocimientos, el Premio de la Sociedad de Ilustradores de Nueva York en 2015 y el Premio Llibreter en 2016, además de haber sido seleccionado como uno de los mejores del año por Publishers Weekly. «Tuve suerte, porque en el proceso de preparación del libro mantuve entrevistas con diez personas de países diversos, desde el Tíbet hasta el norte de África. Eran chicos de mi edad, y establecí con ellos una gran empatía. Y fue con esos elementos que todas esas historias tenían en común con los que elaboré mi historia».

El viaje no señala hacia ningún punto de planeta en particular, probablemente porque cualquiera podría servir, incluido este. Cuenta cómo la guerra convirtió un mundo normal y prometedor en una desgracia sumida en el caos, cómo destruyó lo más sagrado, y cómo se convirtió en prioritaria la misión de escapar del miedo, de huir hacia la felicidad. De hacerlo, además, con la misma legitimidad con que lo hacen las aves que emigran en busca de un nuevo hogar, con un derecho superior al de cualquier frontera. La narración no pretende inducir el llanto ni la pena en el lector, sino hacerle sentir esa misma empatía desprejuiciada que estableció ella con los jóvenes refugiados de su edad con los que conversó. Además, es una obra dirigida a los niños, «y los niños sí que saben valorar este tipo de libros».

Harry Potter, Daniel Pennac e Italo Calvino ponen nombre propio a las primeras lecturas de esta joven de Cerdeña que, durante su estancia en Nueva York, se pasaba el día explicando a sus interlocutores que la expresión en mi infancia me comía los libros no es en sentido literal. Fue en aquella ciudad norteamericana donde comprobó, en conversación con otros compatriotas suyos ilustradores como ella, que «en Italia no se da valor a los propios artistas, mientras se encumbra a los de fuera. Sin embargo, cuando los italianos salimos fuera y miramos lo que hacemos desde esa perspectiva, aprendemos a valorarnos más». Al menos, no tuvo que enfrentarse a la melancolía por el abandono de las técnicas tradicionales, porque ella nació y estudió «cuando las nuevas tecnologías ya estaban creadas e implantadas», comentó. «Lejos de sentir nostalgia, lo que han hecho ha sido abrir totalmente el mundo, abrir una ventana al trato directo entre creadores, con los clientes... aunque, a cambio, hayan disparado la competencia». Pero ese pretendido trauma del cambio de paradigma tecnológico es algo que le importa un comino tanto en su rol de autora como en el de lectora. «Pese al avance de los tiempos, no hay tanta diferencia entre los niños de ahora y los de antes. Un niño de ahora, al igual que uno de entonces, amará la lectura si tiene la fortuna de dar con un buen profesor que le haga amarla. Mi casa estaba tapizada con libros». Si hay algún anglófono en la sala, neoyorquino o no, conviene precisar que esta expresión tampoco es literal. Esa orientación del buen guía, del buen maestro y de la familia lectora, ayudará tanto a querer los libros como a saber discernir entre ellos. «Es cierto que hay mucha basura entre los libros infantiles, pero no más que entre el conjunto de los libros, incluidos los de adultos. Así que no hay ninguna norma para acertar en la elección de un libro infantil. Lo que tienen que hacer los padres es elegir como si estuvieran escogiendo un libro para ellos, siguiendo los mismos criterios».

Ahora, en el estudio de ilustraciónque ha abierto en Suiza, ultima su nuevo libro y acomete sin descanso los encargos de los periódicos, los museos, las editoriales... Allí fue adonde la condujeron a ella las aves migratorias, porque cada uno tiene las suyas. Los niños esto lo comprenden de maravilla.