Mientras me acomodo en una mesa del Café Comercial para esperar a Luis Landero, recuerdo en una frase que armé hace ya muchos años. «La vida de un escritor es una vida cualquiera. La única diferencia entre esta y las otras es que la del escritor se puede leer». La vuelvo a escribir en mi agenda. Forma parte del rito de la entrevista. De cualquiera de ellas, aunque esta con Luis es especial por muchas razones. Una de ellas, tal vez la más importante, es que es uno de los autores más cercanos con los que he hablado; cercano y sencillo. Y eso no es poco siendo uno de los autores más importantes de la narrativa actual española. Otra de ellas, es la extraordinaria influencia que ejerció sobre mi forma de entender la literatura su novela Juegos de la edad tardía. De eso hace ya mucho tiempo. Veinte años si no me falla la memoria. Quizás algo más.

Luis Landero llega puntual. La sonrisa de siempre. Es un hombre muy educado, de trato exquisito. Nos contamos los proyectos de cada uno, los que ya están en curso, los que son ideas sin concretar. Pedimos algo de beber. Él lo habitual. Yo dejo que sea el camarero el que elija por mí.

Le leo la frase que he escrito poco antes. Y no hace falta nada más para que mantengamos una conversación estupenda. Luis Landero fue profesor durante treinta y dos años. Su discurso es tranquilo, atractivo; cada frase parece fluir sin problemas para encajar en un escenario que va construyendo con suma facilidad.

«Procedo de una familia campesina. Todos mis parientes lo eran. Padre, madre, abuelos, tíos y primos. Jamás conocí un libro siendo niño. Lo que sí tuve fue la gran fortuna de escuchar a mi abuela Frasca, que era prácticamente analfabeta, pero que cargaba en la memoria con una biblioteca entera que le llegó de la tradición oral. Refranes, romances, consejas y muchos cuentos. Lo contaba todo muy bien, con la gracia del lenguaje oral y narraba todo aquello como le había llegado a ella, claro. La voz que me llegaba era la de los clásicos. Fue ya en la juventud cuando tuve mis primeros libros. Y llegaron los amores catastróficos, la soledad, la rubia del barrio que no te miraba. Y escribía poemas. Con la poesía me iba manejando y me acercaba al canon poético. Machado, Neruda, Lorca, Bécquer. Pero con la narrativa estaba muy despistado. Fue un excelente profesor de una academia nocturna el que me introdujo en el canon narrativo. Yo leía muchas novelas del oeste, policíacas, best sellers. Y comenzaba con la filosofía. Aquel hombre me señaló un rumbo distinto. Me prestaba libros. Y, así, cuando ya pasaba de los veinte años, me arrimé al canon. Llegaron Kafka, Melville, Borges, Valle Inclán. Entre el año 69 y el 70 el festín literario fue monumental. Ya ves. Una cosa de lo más normal».

Le recuerdo que esas cosas no son habituales hoy en día. Ni siquiera los jóvenes se ponen estupendos escribiendo un soneto para ligar con la rubia que no le hace caso, ni muchos de ellos saben lo que es y representa el canon, digo mientras pruebo el exquisito té de menta que han traído.

«Gabriel, es que antes estaba muy bien definido el mundo de las obras literarias. Gran literatura y clásicos. Por debajo, lo demás. Ni había tal cantidad de títulos, ni el dinero pesaba tanto en el mundo editorial. Eso hace que todo se mueva arrastrado por lo económico; es confuso, está trastocado; los intereses hacen que se utilicen argumentos tan definitivamente necios, pero tan definitivos, como que se puede leer a Corín Tellado o a Faulkner de la misma forma, como el que elige una marca de refresco u otra. El mensaje es que somos libres de hacer lo que queramos porque nuestro dinero nos permite eso, que las ideas son todas iguales. Lo de Corín Tellado tiene el mismo valor en euros que lo de Faulkner. Y, además, lo publican en la misma colección».

Reímos ambos.

«El canon se ha pervertido y eso no es bueno para nadie. Ni siquiera para los que están haciendo caja de esta forma tan corta de miras».

Me temo que eres pesimista, le digo. Luis Landero sigue sin dudar un solo instante al contestar. Parece tener dibujado el mundo entero en la consciencia y con un solo gesto alcanza lo necesario.

«El paisaje social es desolador. La cultura se ha convertido en algo carente de importancia, en algo absolutamente menor, en un bien de consumo obligado a competir con el entretenimiento y en desventaja. Si echas un vistazo a los periódicos que siempre apostaron por potenciar los sistemas culturales verás que esa vocación se ha diluido casi por completo».

«Si alguien conoce cómo viene funcionando la escuela en España durante los últimos años, las piezas encajan con bastante exactitud. Se ha descarnado, se ha empobrecido el espíritu de la gente (espíritu; palabra descatalogada que seguiré utilizando hasta que sea posible porque las palabras existen para que se pronuncien en el lugar adecuado). No quiero jugar a ser profeta porque ha habido renacimientos, épocas que sirvieron de revulsivo, pero el escenario es de lo más feo. Y el problema no es Internet ni la competencia entre los medios. El gran problema es el mal gusto reinante y la puerilidad que existe al enfrentar los grandes temas que afectan a nuestras sociedades. Y la escuela debería ser el lugar en el que se remediara todo esto aunque por lo que parece o no se puede o no se quiere hacer. No puede ser que todo gire alrededor de la utilidad de las cosas. ¿Para qué sirve esto que voy a aprender? ¿Cómo traduzco a euros el beneficio de unos estudios u otros? Si te fijas, el dinero está metido en todos los resquicios de nuestras vidas y todo lo ordena. El dinero y la diversión (pagada, por supuesto). Dentro de los hábitos normales, el leer comienza a ser una rareza».

Miro a Luis Landero mientras bebo un sorbo de té. Para un momento. Alza ligeramente la mano señalándome con el índice. «No pongas esa cara; soy alumno de Arthur Schopenhauer», dice. Ahora lo entiendo todo, contesto. Dejo la taza en la mesa. En realidad, no entiendo nada, rectifico.

«Es que es muy difícil entender cosas como las que están ocurriendo en Ucrania o en Siria. Es escandaloso e incomprensible el nivel de corrupción. Aunque creo que la solución está en un factor que hace encajar todo. La estupidez humana. Si piensas en el hombre como un ser estúpido, todo se explica de maravilla. Definitivamente, somos perezosos al pensar; como mucho, consumimos ideas de aquí o de allá. Eso en el mejor de los casos».

¿Eso es también de Schopenhauer? bromeo. Luis, algo de culpa tendremos los escritores ¿no? ¿No se echa de menos una implicación más patente con los problemas que nos están convirtiendo en un rebaño sin alma?

«A ver ¿qué compromiso tenían Faulkner, Proust, Kafka o Joyce? Pues, como mucho, con ellos mismos, con su estética y con su público. Sus obras, es verdad, estaban cargadas de contenidos morales. Lo que quieras, pero compromiso ninguno. Debe ser la sociedad en bloque la que se comprometa. Además, te recuerdo, y tú lo sabes de sobra, que hoy se publican obras que conectan mejor con la idiotización de las masas. ¿Crees que hoy se publicaría La Montaña Mágica? La visión personal del mundo está es clara decadencia. Una visión a la que aporta mucho y bueno la literatura».

Entonces ¿somos inocentes?

«No, somos igual de inocentes o culpables que los demás. Ya lo decía Ortega cuando se refería a los pueblos que eran conquistados; lo primero que aprendían eran los vicios de los que llegaban. Eso es lo que pasa hoy en día. Aprendemos rápido todo lo malo y despreciamos lo que nos haría algo mejores. No hay duda, la estupidez humana es enorme».

Nos tomamos un respiro para hablar sobre nuestros ritos antes de escribir. Qué estilográfica, qué color de tinta, qué papel para una primera escritura, qué forma de corregir y cuántos colores. Coincidimos en la falsa sensación de facilidad que aparece al escribir con un teclado. Cambiamos impresiones sobre la concentración tan necesaria al escribir, sobre la necesidad de concretar porque lo abstracto es el gran enemigo del que quiere narrar, de lo original que es la forma de mirar de cada uno de los seres humanos. Escribir de las ciegas marcas que señalaba Freud. Cosas de escritor.

«Se está perdiendo la costumbre de escribir en contacto con el lenguaje, de escribir con los cinco sentidos. Lo que se escribe tiene su propio olor, un color, un gusto determinado. No se termina de comprender que lo que hacemos con las palabras es rescatar cosas de la realidad. Negar o despojar de su propia anatomía a las palabras hace imposible ese rescate. Somos lenguaje y nos une a la realidad para que podamos entenderla. Por eso, algunos están tan empeñados en alejarnos de él. Es la forma más segura de manejarnos».

Recibimos un mensaje casi a la vez en nuestros teléfonos móviles. Y no podemos disimular el asombro y la satisfacción que nos causa usar los más antiguos del mercado. Ninguno de los dos tenemos eso que llaman WhatsApp (he tenido que consultar cómo se escribe, claro).

Hemos hablado de muchas cosas, Luis. Pero de la vida de un escritor...

«Si tuviera que volver al principio sería profesor y escritor. Dar clase y escribir. Enseñar y rescatar pecios al indagar en el pasado personal, reducir la experiencia a lo concreto y mostrar el camino a otros. Es el mejor resumen que se puede hacer».

De vuelta a casa, dejo mis cosas sobre la mesa del despacho. Los pequeños ya duermen. Los mayores se dedican a sus cosas en silencio. Mi esposa abre la agenda buscando las notas sobre la entrevista. Se encuentra con la frase de siempre. Nada más. Anota algo a continuación y continúa leyendo a Flaubert. Madame Bovary. «La vida de un escritor es una vida cualquiera. La única diferencia entre esta y las otras es que los escritores se la saben de memoria después de escribirla una y otra vez y siempre la ponen de excusa para hablar entre ellos». Me la quedo para mí. Es posible que la versión sea correcta.