{72 millones de euros tirados al agua. Ese es el coste de la millonaria presa que el Ministerio de Medio Ambiente dedica a la construcción del embalse de Alcolea, en el término municipal de Gibraleón (Huelva). Una megaconstrucción que no servirá para nada una vez se acabe, ya que la calidad de las aguas que va a embalsar las hace inviables para su uso en regadíos y mucho menos para su consumo. Así se desprende de los informes técnicos y análisis que han realizado desde la organización WWF-España, donde se constata una elevada acidez de las aguas, con datos equiparables al vinagre, y una alta concentración de metales pesados como cadmio, zinc, níquel, plomo y hasta muy contaminantes como mercurio o cromo.
Las obras del embalse de Alcolea, sin embargo, siguen adelante. La maquinaria se puso en marcha en diciembre de 2012, pero su aval político viene de más atrás: la tramitación comenzó en 1995, en el año 2000 obtuvo la preceptiva declaración de impacto ambiental positiva y en el 2010 la entonces ministra del ramo, Rosa Aguilar, procedente de la Junta de Andalucía donde había sido consejera, hizo la presentación pública de este embalse que una vez terminado tendrá una capacidad de almacenaje de 247 hectómetros cúbicos.
Los responsables políticos de esta obra ha hecho oídos sordos a las advertencias ecologistas y a los datos de calidad de estas aguas. «La calidad de aguas del río Odiel no ha mejorado por lo que embalsar sus aguas resulta irregular, inútil y costoso», explica el portavoz de temas agrarios de WWF-España, Felipe Fuentelsaz.
Según el proyecto en el que se sustenta la construcción de esta presa, el embalse sería viable atendiendo a la «reducción de la actividad minera y el efecto de dilución de las lluvias y riadas». Un argumento que durante estos años WWF ha logrado desmotar con datos científicos: la organización ecologista tomó muestras de las aguas del río Odiel en 2010 durante un largo periodo de altas precipitaciones, y los análisis desvelaron que la acidez del agua seguía siendo muy alta y que se mantenía la presencia de metales pesados.
El objetivo de este embalse es dotar de aguas para consolidar el regadío de la zona. Sin embargo la pésima calidad del agua que va a embalsar sólo abre dos vías posibles una vez que se haya terminado la millonaria infraestructura: que no se usen sus aguas para nada o que se lleve a cabo un tratamiento posterior de estas aguas embalsadas para mejorar su calidad y poder ponerlas a disposición de los regantes.
En el primero de los casos, que las aguas no puedan usarse por su elevada contaminación y acidez, tendríamos otro caso similar al del aeropuerto de Ciudad Real: una infraestructura en la que se han dilapidado millones de euros públicos que no sirve para nada. Un nuevo monumento a la desidia o, lo que es peor y quedaría por demostrar: a conceder contratos públicos a constructoras con el único fin de lucrar a determinadas empresas privadas.
La segunda opción tampoco es muy halagüeña. Tratar las aguas embalsadas para que estas logren tener la calidad suficiente para ser usadas para riego, conllevaría dos problemas de difícil resolución: qué hacer con los contaminantes resultantes del tratamiento, por un lado; y por otro el coste de esas aguas, ya que ese tratamiento encarecería el agua de manera que los regates no van a comprar un agua que tiene un precio desorbitado. Este último caso ya lo estamos viviendo en Andalucía con las desaladoras construidas en la provincia de Almería, de las que apenas están en funcionamiento la mitad, y de las que están desalando sólo lo hacen a un 15 por ciento de su capacidad. El caso de las desaladoras almerienses es revelador: la obtención de un agua apta para el regadío, pero tan cara que casi nadie la utiliza. De nuevo una gestión del dinero público que sólo beneficia a los que realizan (y por supuesto cobran) las obras gracias a una visión (o miopía) política que no va mucho más allá del ladrillo.