Los estudiosos de la Guerra Civil lo tienen muy claro: la actualización del mapa de fosas comunes de Andalucía, con 702 hoyos (88 más que en el último recuento) donde están arrojados hasta 50.000 cadáveres, está incompleta y seguirán apareciendo enterramientos clandestinos ligados a la represión franquista. Además, en el flamante mapa faltan al menos dos lugares cuya mención se ha traspapelado.

¿Por qué está incompleto el mapa? Localizar fosas comunes es complicado. Miguel Guardado, investigador de la zona de Morón de la Frontera, explica que se sabe que, por ejemplo, en El Coronil hay con toda seguridad una fosa común, pero los intentos por descubrirla han sido infructuosos. Para los testigos y para el paisaje han pasado 80 años.

Además, hubo registros a los que tenían acceso los cuerpos represivos porque tenían que saber dónde arrojar los cuerpos. Pero desaparecieron durante la Transición, denuncia. A Guardado le gustaría que los ministros del Interior de los años 70 le aclarasen si esos registros los han destruido o los han escondido. El trabajo de localización no habría tenido que empezar desde cero.

Manuel Velasco, responsable de Memoria Histórica con IU y de la asociación Archivo Guerra y Exilio también coincide en que el mapa no ha alcanzado «la versión definitiva», aunque ha mejorado en metodología. Pero de muchas fosas solo se tiene constancia por testimonios orales, pocas están «dignificadas» y otras ni siquiera se sabe si se conservan o se han destruido al ampliarse los cementerios o los pueblos.

Velasco explica por qué la mayoría de las fosas están en las tres provincias occidentales (Huelva, Sevilla y Cádiz): el golpe triunfó allí con rapidez y se desencadenó lo que él llama «primera represión», la más brutal, indiscriminada y descontrolada de todas, ideada para aterrorizar a posibles opositores, entre el 18 de julio y octubre de 1936.

Esas matanzas de civiles y cargos públicos destituidos a punta de fusil fueron las más terroríficas y efectuadas por bandas paramilitares toleradas por las comandancias, desgrana, al irse ocupando los pueblos. En momentos posteriores del conflicto, como tras la caída de Málaga en febrero de 1937 o ya al acabar la contienda, a partir de abril de 1939, las muertes comienzan a estar precedidas de consejos de guerra o de peregrinajes de cárcel a cárcel hasta la ejecución. Por eso en Almería, republicana hasta el final, hay menos fosas comunes.

Con una importante bibliografía universitaria sobre la guerra civil a sus espaldas, José Luis Gutiérrez considera que «nunca» podremos saber «el número exacto de muertes ni de fosas». Falta documentación y después «ha faltado interés».

Además, los golpistas de 1936 llevaron a cabo una estrategia de ocultar sus crímenes y «ningunear a las decenas de millares de asesinados»: se los llevaban para matarlos a otra localidad, intentaban que la familia no supiera el lugar del asesinato ni del entierro.

«Eran conscientes de la magnitud de lo que estaban cometiendo [ahí están las instrucciones previas al golpe de que fuera lo más sangriento posible, o las charlas radiofónicas del general Gonzalo Queipo de Llano animando a cometer violaciones y asesinatos] y actuaron con voluntad de humillar y aterrorizar a las víctimas, de hacerlas desaparecer no solo físicamente, sino hasta su simple recuerdo».

Las correcciones al mapa llegan desde el primer día. Cecilio Gordillo, portavoz del grupo de memoria histórica del sindicato CGT-A, echa en falta el informe de la exhumación de las fosas de Málaga «e incluso el listado con los más de 4.000 nombres grabados en la pirámide-panteón», así como tampoco la localidad de La Algaba «y por la referencia al enterramiento de 144 presos mataos (sic) de hambre en el campo de concentración de Las Arenas, ni la localidad de Moraleda de Zafallona (Granada), donde un equipo de Ponferrada (León) exhumó a algunos guerrilleros.