A Carlos V le preguntaron una vez por sus controversias con Francisco I de Francia y el Emperador contestó: «No existen; mi primo y yo estamos de acuerdo; los dos queremos Milán». Dieciocho siglos antes sucedía algo parecido y pasaba lo de siempre: Escipión el Africano y Aníbal –romanos y cartagineses en verso de García Lorca– decían más o menos lo mismo refiriéndose a la «isla» llamada Speria ien griego o Sepharad en hebreo. La Atlántida de Platón que, después, otros «romanos» con grafía árabe llamarían Alándalus (Si a finales del XVIII la expedición de Alejandro Malaspina tuvo que rodear Vancuver para saber si era un península o una isla, figurémonos las dudas de los navegantes de los siglos V y IV a C. ante la mole de Iberia.
En cada período histórico han existido parcelas de la Tierra deseadas por cuantos vivían en su entorno y las nuestras, a juzgar por los testimonios que de ello nos han llegado, fueron muy apetecidas por griegos, fenicios, romanos, cartagineses... por todas las talasocracias mediterráneas; en las vicisitudes –pacíficas o bélicas– de todas ellas siempre cumplieron papeles importantes las tierras sureñas de Iberia.
Sevilla tuvo, además, la suerte –en lo que a antigüedades se refiere– de que el Africano, tras vencer a los de Cartago en no se sabe dónde pero casi seguro que en algún lugar del Aljarafe o sus cercanías, fundó Itálica, la primera ciudad con «nacionalidad» romana fuera de la península italiana y patria de familias imperiales y de emperadores.
Todos esos siglos y los que vendrían después pretendió resumirlos el Museo Arqueológico a partir, nada más y nada menos que de finales del setecientos, cuando comenzaron las excavaciones en los terrenos de Santiponce y los sucesivos hallazgos –entre ellos el de la estatua de Trajano– fueron siendo depositados en el Alcázar por Francisco de Bruna (allí la vio Moratín en su viaje a Andalucía).
Saltándonos las desventuras por las que pasó la arqueología hispalense y los expolios padecidos por Itálica y otros yacimientos (algunos de los cuales, efectuados en otra época por personas amantes de la antigüedad, puede que fueran operaciones de salvamento), el caso es que, por las razones delineadas al principio, el cerrado Museo de la Plaza de América alberga piezas de primerísima magnitud. No sólo las tan archiconocidas como poco puestas en valor esculturas de Trajano, Mercurio, Diana o Venus, o los magníficos mosaicos, no sólo el Tesoro del Carambolo (nunca expuesto de verdad sino en copia por falta de seguridad adecuada), el Bronce Carriazo, la Estela tartésica de Villamanrique o la Asterté fenicia sino otras mucho más antiguas: el ídolo de Morón y los dos de Valencina, que podrían ser tomados por obras de Brancusi, Picasso, Giacometti y algo que no tiene, ni de lejos, ningún espacio expositivo de este género y me refiero a las leyes en bronce.
La Ley, según hoy entendemos el ordenamiento jurídico del territorio y la sociedad, nació en la Roma republicana y experimentó una evolución parecida a la de la normativa actual, o sea, comenzó siendo una simple regla expuesta a la vista de la población y terminó en algo sometido a un complicado proceso en el que intervenían el Senado o el Emperador.
En el Arqueológico sevillano está la más completa colección mundial de estos textos, destacando la ley de Itálica, la Tabula Siarensis, procedente de La Cañada, en Utrera, la Carta de Tito y la Tésera de Hospitalidad de Mulva (Manigua) y, en particular, la Lex Irnitana –hallada en El Saucejo– de la que, de las diez primitivas, se conservan seis planchas y un fragmento de otra, cada una de ellas de casi un metro de longitud por más de cincuenta centímetros de altura. Vestigios de la «modernidad» de la Bética (salvadas por chiripa de ser fundidas) que hoy, en esta España donde cada cual campa por sus fueros, podrían servir de ejemplo de como fue la Ley la que forjó la Civilización en la que esta tierra desempeñó un cometido notable.
Pero el papel que el museo debería cumplir no tendría que agotarse en sus propias salas. Al estar tan cercanos la inmensa mayoría de los yacimientos de los cuales proceden las piezas (algo que no sucede, por ejemplo, en el Museo Arqueológico Nacional), estos podrían constituirse en una continuación, a cielo abierto, del espacio expositivo.
La Plaza de América sería así, el kilómetro 0 de la red radial de carreteras hacia el conocimiento del pasado en los dólmenes y museo de Valencina, el Carambolo, Itálica y el casco de Santiponce, Carmona (cuyo teatro y, sobre todo, su espléndida necrópolis –otro museo– son bastante desconocidos, el Santuario de Mulva o Munigua, en Villanueva del Río y Minas (desconocido absolutamente a pesar de su imponente mole en el paisaje), Osuna –con otro museo–, Coria y un larguísimo etcétera geográfico.
Eso sin contar con que, en medio del centro histórico sevillano quedan restos tan potentes como las columnas de la calle Mármoles o, en especial, la casa de la Condesa de Lebrija, el «otro» museo de Itálica porque su antigua dueña, Regla Manjón, anduvo con Milton Archer Huntington y Jorge Bonsor expoliando y salvando al mismo tiempo las antigüedades con futuro incierto. En la casa de la calle Cuna lo romano empieza en el zaguán con el opus tesellatum de mármoles que, tal vez, pisaron Trajano y Adriano.
El Museo Arqueológico y sus tentáculos es como el Milán de Carlos V y Francisco I. Sólo que ahora el Ministerio de Cultura, la Junta, la Diputación Provincial, los ayuntamientos y la ciudadanía están de acuerdo en lo contrario: a ninguno les interesa.