El hombre de las maravillas

El escultor Juan Villa es el autor de las 300 piezas de la exposición de ‘Cuarto Milenio’

27 abr 2016 / 18:31 h - Actualizado: 27 abr 2016 / 20:35 h.
"Escultura"
  • El escultor Juan Villa, junto a una de sus obras en la exposición sevillana de ‘Cuarto Milenio’. / Inma Flores
    El escultor Juan Villa, junto a una de sus obras en la exposición sevillana de ‘Cuarto Milenio’. / Inma Flores

Juan Villa tiene la magia de los nacidos frente al mar, en un puerto pesquero como aquel de Luances, tierra de calamares gigantes, leyendas de ahogados y respeto a las leyes terribles que gobiernan las aguas. Así lo proclama esa Tabla del Mar que, con sus azulejos pintados, narra la caza de las ballenas con la solemnidad de una epopeya interminable: la heroica relación del pequeño pueblo con la inmensidad del océano. Qué niño nacido allí, que llevase además por impronta materna el amor por lo maravilloso, no iba a cuajar en artista. Él lo hizo, y, como se puede ver en Sevilla en la exposición de Cuarto Milenio a través de más de 300 figuras y recreaciones que llevan su firma, no erró el camino.

Pero cómo iba a imaginarlo él, entonces, hijo de una maestra y del director de una conservera en Asturias; quién le iba a decir que aquellas plastilinas, arcillas y escayolas con las que se embebía en el desván de la casa de la abuela, que aquellos dinosaurios modelados con sus deditos de ocho años y aquellos marcianitos de barro como los de las películas en blanco y negro que tanto le apasionaban, iban a dejarle impregnada una vocación en la que le iría la vida. «Las cosas no pasan porque sí», dice Juan, recordando aquellos inicios. «Van sembrándose desde niños».

Las películas «mágicas» de Georges Méliès, hechas fotograma a fotograma, que ingería con verdadera devoción; las animaciones del mítico Ray Harryhausen, los clásicos de la Universal... «La fascinación que me producía todo aquello era la de saber cómo estaba hecho y poder reproducirlo», cuenta Juan. «Y así empecé. Desde pequeñito me han enganchado estos temas. Yo he sido del monstruo del Lago Ness de siempre; veía los programas de Cuarto Milenio antes de trabajar en ellos y me encantaban. Recuerdo una vez que estaba en el colegio, siendo muy pequeñito, con apenas diez o doce años, y lo típico: que haces revistas o fanzines, ¿no? y una vez hicimos uno del yeti y ese fanzine lo preparábamos así un poco ambientado y tal, con dibujos y eso... pero además, en un sobrecito metimos unos pelos del yeti, je, je, esto nunca lo he confesado, que eran pelos de mi perro. Del primero que tuve, que se llamaba Jackie; era una perrita, una cocker. Y confieso que de los perros que tengo ahora, que tengo mastín y pastor alemán, a veces cuando los cepillo guardo los pelos y los uso para las maquetas. Les dan un plus, je, je».

Su madre, maestra, organizó unas Navidades la función escolar. «Ella hizo la típica estrella de Belén, pero la llevaban los Reyes Magos en las manos; eran unas linternas unidas y envueltas en celofán, y a mí eso me maravillaba». Estamos lejos de calibrar lo decisiva que es la imaginación de los padres en la feliz travesía de la vida de sus hijos, cómo esa huella poderosa que es la memoria familiar hincha las velas –bien lo sabe él, por su raíz marinera– cuando todos los demás vientos amainan. Juan Villa, con la edad, ingresó en Artes y Oficios y allí aprendió a resolver problemas técnicos para los que hasta entocnes no había encontrado solución por su cuenta. La suerte hacía tiempo que estaba echada. Lo llamaron para decorar bares de carnaval y discotecas, y de ahí saltó a los museos, donde por fin pudo construir su pasión infantil: enormes dinosaurios.

Un día, Cuarto Milenio fue a grabar una exposición que había trabajado él sobre la huella del crimen en el arte, y de ahí a una relación idílica que ya va por nueve años solo medió algún email de Iker Jiménez (del que habla maravillas, entre otras razones, por su providencial don para el entusiasmo) y el tiempo de sacar la furgoneta de su taller de Valladolid –adonde la familia se mudó con los años– y ponerla rumbo a Madrid. Y allá que va cada vez que hay que dotar de criaturas prodigiosas las historias que se van desgranando en el programa. Alguna vez, por el camino, ha temido durante cinco segundos que alguno de esos misteriosos y en ocasiones demoníacos seres le saltara por la espalda. «Me gusta mucho involucrarme en el tema hasta un punto pero sé que hay una línea que no puedo cruzar. Y fíjate, yo vivo rodeado de todo esto. Encima del taller está mi casa». Bueno, pero tiene dos perros que lo defiendan. ¿Reaccionarían al ver venir sus propios pelos? La vida siempre será un misterio. Encontrar quien lo cuente con entusiasmo es parte de la clave de la felicidad. «Y yo creo que ese es el secreto», afirma Juan: «Al final, somos niños. Con menos pelo y más barba, pero con la misma ilusión».