Todo el mundo sabe que en el Cerro hay un Cristo con coleta. Lo que no estaba tan claro es que pasando el Puente del Cachorro, a la derecha y tirando para la bola de la Expo, ese galileo tuviera este domingo a su servicio a un apóstol de la misma guisa dispuesto a revelar su verdad con la ayuda de esos cuatro evangelistas con pajarita, amigos suyos, que son los Cantores de Híspalis. «El que no hablaba, habla. Y eso demuestra que los milagros existen», dijo Pascual González en los minutos previos al concierto de su vida (que él tiene la modestia de no llamar el concierto de su muerte y resurrección). Lo hizo con un dedo en el cuello, apretando la válvula que le ha devuelto la voz y en un gesto que resume la victoria de la medicina, de la fe y de la voluntad contra un cáncer que ha necesitado dieciséis operaciones y una laringectomía para doblar al fin la cabeza, como la Canina de San Gregorio. De ahí la importancia del espectáculo que regaló a la prensa en el flamante Cartuja Center –antiguo teatro de la SGAE– y que sirve como preludio de la gira de su obra musical Cristo. Pasión y Esperanza, de nuevo en escena para todos los sevillanos el próximo 17 de marzo.

Un coro, músicos, la compañía teatral La Pasión de Higuera de la Sierra, un audiovisual de Carlos Valera y la mismísima Banda de las Tres Caídas de Triana se aliaron sobre el descomunal escenario cartujano para construir dos horas de emoción que Pascual se apresuró a aclarar que no eran en modo alguno su pregón de Semana Santa, sino el testimonio artístico de una revelación íntima que dejó a la gente llorando por el patio de butacas. Por cierto: dicen, para presumir de modernura, que el Cartuja Center es tan de ultimísimo chillido tecnológico que, dándole a un botón, en ocho minutos se recoge todo el patio de butacas y queda aquello para que jueguen los Globetrotters. Lástima que no tenga otro botoncito para recoger en ocho segundos las bandas de cornetas y tambores que, de tanta gente como llevan, se quedan atascadas al hacer mutis por el foro. «Eso es que está haciendo la revirá», bromeaba en la fila de atrás una familia socarrona que tuvo la cortesía impagable de acotar todos y cada uno de los momentos de la función con sus imprescindibles comentarios. Sería estupendo que los Cantores contaran con ella para volver a grabar el disco con ese añadido popular.

La mañana estaba tan arraigada en las tradiciones hispalenses que no podía faltar la incompetencia municipal. Se habría echado de menos. Así que el Ayuntamiento tuvo la gentileza de cortar previamente todos los accesos a la zona del concierto socapa de un duatlón, o como se llame ese deporte en que las bicis y los atletas se van turnando para subirse unos encima de otros, ignorando por completo a quienes pudiesen tener otras prioridades. Gracias a eso, la antigua Expo se llenó por allá y por acullá de periodistas a la carrera con sus libretas y de músicos con sus casacas azules, sus bombos y sus gorras blancas de plato, que, tras dejar el coche en algún terraplén impracticable a medio kilómetro del punto convenido, aceleraban el paso mientras las patillas se les esponjaban al sol.

«Teatro, teatro, ¡cuántas veces soñé con volver a verte!», dijo Pascual González en su primera intervención, tras abrirse el telón. Al final del todo, milagrosamente, aunque solo fuera una estrofa, acabó cantando también. Contaba el otro día el autor de la obra, de visita a este periódico, que la primera palabra que logró decir le salió en el váter y fue ole. Y así siguió, diciendo oles, uno tras otro, hasta que se terminó de consumar el prodigio y al fin arrancó a hablar, con la esperanza de que un día de estos ni siquiera necesite apretar la válvula con el dedito. «Yo creía que no iba a hablar más pero tenía el consuelo de que no me habían cortado la cabeza y que podía seguir pensando, componiendo y tocando la guitarra», dijo este artista, que lo primero que hizo tras vencer a la enfermedad fue irse a Tierra Santa sin contárselo a nadie, y allí fue donde lo asaltó la inspiración, la obligación, de componer su Cristo. Pasión y Esperanza. Pascual González tiene una visión abrumadora y radiante de la vida. Es –no solo artística, sino astronómicamente hablando– una estrella. Y más mérito tienen sus compañeros Juani Calceteiro y Carlos Ruiz (a los que se han unido más recientemente las extraordinarias voces de Álex Hernández y Diego Benjumea en plan Híspalis Trek: Next Generation). Más mérito, porque para no achicharrarse al lado de esa supernova con bigote, para no quedar hechos unas chistorras al fuego de ese genio absoluto, hay que ser bastante más que muy artistas.

Un villancico, un cuplé, unas sevillanas, una saeta, una oración, una marcha, un recitado, una pieza barroca, un pasaje operístico, un jabalí en la platea (o alguien resfriado, lo que fuese)... incontables estilos y recursos sonoros concurrieron en esta fiesta-homenaje a las mil formas que tiene el pueblo –no solo el sevillano– de sentir y vivir su pasión cofradiera. Varios momentos fueron de auténtico escalofrío en este recinto de la calle Leonardo Da Vinci, a lo que ayudó la admirable y milimétrica conjunción del audiovisual con la música que se interpretaba sobre el escenario. Es, como explican los propios Cantores, «un proyecto cultural, literario y musical» que llevarán en gira por escenarios de Córdoba, Granada, Carmona, Jaén, Málaga, El Ejido, Palma del Río, Cartagena, Extremadura, Madrid, Salamanca y Albacete, entre otras etapas.

Es tan profunda la zambullida en la religiosidad popular que esos 120 minutos le convalidan a uno dos Semanas Santas vistas desde la Punta del Diamante, la primera comunión, las cenizas cuaresmales y la ramita de olivo del Domingo de Ramos, tres paseos por la calle Alcaicería con un capirote bajo el brazo, un cartucho de adobo en García de Vinuesa, el solazo en los ojos en El Porvenir, el retumbar del puente tras una levantá, el aroma a madera vieja de las filas estudiantiles y año y medio de purgatorio. No te convalida, eso sí, una de croquetas en Casa Ricardo. Es cuestión de contactar con Pascual González y ver el modo de redondear de ese modo la faena.

«Hubo un momento en el que pensaba que me moría», aseguró el trovador; «los escalones del Hospital Macarena me parecían el Himalaya, pero lo superé, recuperé la ilusión y le pedí al médico que me quitara los cables que tenía en la mano derecha para poder escribir». Lo demás es este espectáculo, reconocimiento de una espiritualidad que llevaba ahí dentro de él, de ellos, todo este tiempo, lo supieran o no. Podría haberla titulado la historia más grande jamás cantada. Pero para eso tendría que haber sido un pedante.