Washinton Irving es una droga, las cosas como son. No hace falta irse al tópico de Cuentos de la Alhambra: quien haya leído La leyenda de Sleepy Hollow, Rip van Winkle y Una historia de Nueva York, espectaculares las tres, sabe que hay algo adictivo en esa prosa socarrona y elegante, en esa decorativa melancolía de sus paisajes y sus ambientes, en ese talento para la interpretación mágica de la existencia y de las cosas que la pueblan; una extraña seducción con la que sus páginas piden una y otra vez volver a ser leídas. Ahora que el sello sevillano El Paseo ha sacado En casa de los Bracebridge, conviene recordar la obra a la que sigue como una especie de segunda parte: Vieja Navidad, de la misma editorial. Y con ambas en la mano, proclamar que si algún día del año es especialmente adecuado para dejarse llevar por la pluma del narrador y diplomático norteamericano, ese día es hoy. Porque lo que Irving cuenta ahí es nada más y nada menos que la esencia misma de esta celebración. Como bien recuerda la editorial, el primero de estos libros que ahora aparecen en España de forma íntegra y con las ilustraciones antiguas de otro genio, Randolph Caldecott, inspiró a Charles Dickens su inolvidable Canción de Navidad y construyó la imaginería y el espíritu nostálgico que en la actualidad caracterizan estas fiestas. Ambientados en esa Inglaterra rural que el escritor llevaba en el alma aunque no fuese de allí, ambos son el manual de instrucciones de una forma de vivir este tiempo que hace ya tiempo que se está volviendo a olvidar.
Estas líneas, que apetece leer sobre fondo amarillento o, al menos, no demasiado lejos de unas buenas brasas, componen una bella alabanza de ritos, lugares y estados de ánimo. Todo cuanto puede lo describe Washington Irving como parte de un hermoso teatrillo donde todo importa: la luz grisácea y breve de las profundidades del invierno; el paisaje lleno de adjetivos apaciguadores; el sonido; las personas; los recuerdos; el ánimo; el clima; la hospitalidad; la fraternidad; el hogar. Lo pintoresco cobra un cariz reivindicativo, y lo poético y entrañable, lejos de pintar un retrato edulcorado, funcionan como un solemne acto de protesta de Irving frente a la inaceptable decadencia de una tradición cuya importancia radica en que es esencial y definitoria de nuestra cultura. «El mundo se ha vuelto más frívolo», escribe el autor. «Hay más disipación y menos disfrute verdadero. El placer se ha expandido en una corriente más amplia pero más superficial, abandonando muchos de esos profundos y tranquilos canales por los que fluía dulcemente sobre el uniforme lecho de la vida doméstica. La sociedad ha adquirido un tono más culto y refinado, pero ha perdido muchas de sus fuertes peculiaridades locales y sus sentimientos más hogareños, olvidando los sencillos placeres que se viven junto a la chimenea».
Washington Irving (1783-1859) sigue deslumbrando a los lectores con su exotismo y sus relatos fantásticos de corte gótico, por los que es especialmente conocido; pero estos relatos de costumbres, fruto de su amor por los viajes y su capacidad para la observación, no exhiben menos maestría. De hecho, tanto éxito tuvo su Vieja Navidad que el escritor no dudó en explotar dicha veta con esa otra entrega, En casa de los Bracebridge –la misma familia con la que comparte las fiestas navideñas en el libro anterior–, no en vano subtitulada Los humoristas. El caballero atareado, Jack Bolsa Presta, los solterones, el anticuario literario, la viuda, el maestro de escuela y otros muchos personajes comparten protagonismo en esta opereta campestre de la tradición más british que uno pueda imaginarse.
De camino a la casa familiar, en compañía de su amigo Bracebridge con idea de celebrar la Nochebuena, este repasa junto a su compañero de viaje los beneficios de la memoria. Cómo se vivían las cosas, cómo se jugaba incluso, cómo las manías del padre estricto eran evocadas como una bendición, porque el tipo sería un pedante, «pero le aseguro que nunca hubo para mí pedantería tan encantadora. Era la política del buen y viejo caballero para hacer sentir a sus hijos que su casa era el lugar más feliz del mundo; y valoro este delicioso sentimiento hogareño como uno de los dones más preciosos que un padre puede otorgar». Y de eso van, justamente, estos libros.
Washinton Irving es una droga, las cosas como son. No hace falta irse al tópico de Cuentos de la Alhambra: quien haya leído La leyenda de Sleepy Hollow, Rip van Winkle y Una historia de Nueva York, espectaculares las tres, sabe que hay algo adictivo en esa prosa socarrona y elegante, en esa decorativa melancolía de sus paisajes y sus ambientes, en ese talento para la interpretación mágica de la existencia y de las cosas que la pueblan; una extraña seducción con la que sus páginas piden una y otra vez volver a ser leídas. Ahora que el sello sevillano El Paseo ha sacado En casa de los Bracebridge, conviene recordar la obra a la que sigue como una especie de segunda parte: Vieja Navidad, de la misma editorial. Y con ambas en la mano, proclamar que si algún día del año es especialmente adecuado para dejarse llevar por la pluma del narrador y diplomático norteamericano, ese día es hoy. Porque lo que Irving cuenta ahí es nada más y nada menos que la esencia misma de esta celebración. Como bien recuerda la editorial, el primero de estos libros que ahora aparecen en España de forma íntegra y con las ilustraciones antiguas de otro genio, Randolph Caldecott, inspiró a Charles Dickens su inolvidable Canción de Navidad y construyó la imaginería y el espíritu nostálgico que en la actualidad caracterizan estas fiestas. Ambientados en esa Inglaterra rural que el escritor llevaba en el alma aunque no fuese de allí, ambos son el manual de instrucciones de una forma de vivir este tiempo que hace ya tiempo que se está volviendo a olvidar.
Estas líneas, que apetece leer sobre fondo amarillento o, al menos, no demasiado lejos de unas buenas brasas, componen una bella alabanza de ritos, lugares y estados de ánimo. Todo cuanto puede lo describe Washington Irving como parte de un hermoso teatrillo donde todo importa: la luz grisácea y breve de las profundidades del invierno; el paisaje lleno de adjetivos apaciguadores; el sonido; las personas; los recuerdos; el ánimo; el clima; la hospitalidad; la fraternidad; el hogar. Lo pintoresco cobra un cariz reivindicativo, y lo poético y entrañable, lejos de pintar un retrato edulcorado, funcionan como un solemne acto de protesta de Irving frente a la inaceptable decadencia de una tradición cuya importancia radica en que es esencial y definitoria de nuestra cultura. «El mundo se ha vuelto más frívolo», escribe el autor. «Hay más disipación y menos disfrute verdadero. El placer se ha expandido en una corriente más amplia pero más superficial, abandonando muchos de esos profundos y tranquilos canales por los que fluía dulcemente sobre el uniforme lecho de la vida doméstica. La sociedad ha adquirido un tono más culto y refinado, pero ha perdido muchas de sus fuertes peculiaridades locales y sus sentimientos más hogareños, olvidando los sencillos placeres que se viven junto a la chimenea».
Washington Irving (1783-1859) sigue deslumbrando a los lectores con su exotismo y sus relatos fantásticos de corte gótico, por los que es especialmente conocido; pero estos relatos de costumbres, fruto de su amor por los viajes y su capacidad para la observación, no exhiben menos maestría. De hecho, tanto éxito tuvo su Vieja Navidad que el escritor no dudó en explotar dicha veta con esa otra entrega, En casa de los Bracebridge –la misma familia con la que comparte las fiestas navideñas en el libro anterior–, no en vano subtitulada Los humoristas. El caballero atareado, Jack Bolsa Presta, los solterones, el anticuario literario, la viuda, el maestro de escuela y otros muchos personajes comparten protagonismo en esta opereta campestre de la tradición más british que uno pueda imaginarse.
De camino a la casa familiar, en compañía de su amigo Bracebridge con idea de celebrar la Nochebuena, este repasa junto a su compañero de viaje los beneficios de la memoria. Cómo se vivían las cosas, cómo se jugaba incluso, cómo las manías del padre estricto eran evocadas como una bendición, porque el tipo sería un pedante, «pero le aseguro que nunca hubo para mí pedantería tan encantadora. Era la política del buen y viejo caballero para hacer sentir a sus hijos que su casa era el lugar más feliz del mundo; y valoro este delicioso sentimiento hogareño como uno de los dones más preciosos que un padre puede otorgar». Y de eso van, justamente, estos libros.