La coreógrafa vizcaína Manuela Nogales, con ese nombre de trianera de toda la vida, y con un currículum milagroso en un país como el nuestro, consumó el sábado en el Teatro Central de Sevilla, esta patria adoptiva en la que también encontró al amor de su vida, Fernando Romero -figura clave del flamenco y de la danza contemporáneos- el milagro total: conmemorar 20 años de su compañía, llenar el patio de butacas hasta la bandera y pintar en el lienzo blanco de su escenario el cuadro dancístico que llevaba tantas décadas soñando. Claro que no lo hizo sola, sería una injusticia después de tanto tiempo siendo “una posibilitadora de bailarines”, como ella misma se ha definido y como el sábado demostró con dos botones de muestra: las bailarinas que la acompañaron en esta aventura llamada escuetamente Silencio y Ruido, Lucía Vázquez y Raquel López, además de Fernando Romero, “compañero infatigable de su viaje creativo y existencial”. Abajo, en el foso de su propio sentido, el joven palaciego Manuel Busto dirigía con la precisión que lo caracteriza -y justifica que, a sus 30 años, sea ya tan demandado internacionalmente- a cinco voces sobre las que se articulaba el discurso conmemorativo de la coreógrafa, fusionando así el lenguaje de la danza contemporánea con el canto entre renacentista y barroco nada menos que de Claudio Monteverdi. No fue casual enmarcar la hora que duró el espectáculo en el madrigal Hor che’l ciel a la terra el ventotace, precisamente un canto de amor a la danza.

Nogales, y sus compañeros de viaje, en esa nada que tuvieron que materializar a base de vacío sonoro, tiempo silente y aire respirado, introdujeron un imaginario propio y una reflexión estética sin pausa que transportó al público a un estado casi gaseoso, poroso, a lo más parecido a tocar la danza, no a los danzantes, sino al concepto mismo que trazaban con la única articulación musical que les suponían las sopranos Susana Casas e Inmaculada Águila, el contratenor José Carrión y el barítono Andrés Merino. Los instantes místicos fueron subrayados por el tenor Vicente Bujalance. El chelo de José Miguel Moreno Crespo sirvió como la orquesta exquisita que requería el justo medio aristotélico que sugería el nombre de la obra, un lugar fuera del tiempo medido sin leyes ni nada aprendido, donde todo fue posible en el fondo de un abismo que celebraba finalmente el rescate por el arte, la salvación por el movimiento redentor.