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Alumnos con pies de barro

Un equipo de 18 maestros itinerantes recorren las zonas más aisladas de Andalucía para socializar a niños antes de su escolarización obligatoria. Con sus libros y material didáctico a cuestas, van de casa en casa y dedican dos horas a pequeños que viven sin contacto con otros niños.

el 06 mar 2010 / 21:29 h.

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Francisco, Lorena, Ana y Carla, junto al maestro José María, en el 'patio' de la escuela.
A la salida de Arcos de la Frontera desaparece el asfalto, el sendero se convierte en barro y piedras, y el coche del maestro se adentra hacia el interior de la sierra de Cádiz, donde no existe ninguna escuela en diez kilómetros a la redonda. El campo está cosido con retales de parcelas pequeñas y casuchas viejas, separadas unas de otras por dos, tres y cinco kilómetros.

 

El maestro viaja de casa en casa, y su jornada de 25 horas semanales las reparte como el trigo por las parcelas del monte, donde viven diseminados 24 niños de 3 a 5 años. Pasará dos horas del martes con Carla, Lorena, Francisco y Ana, reunidos en la tercera casona que hay al subir un montículo de tierra roja, y después estará tres horas con Mari Nieves, cuatro kilómetros abajo, junto al puente de piedra que sirve de canalización.

La lluvia ciega las ventanillas y el coche del maestro avanza lento, escorado a derecha e izquierda como un barco en la tormenta, como un animal herido que se resiste a caer muerto. En el asiento de atrás, una enorme caja de plástico se vence con el movimiento. Dentro hay lápices y rotuladores, cuadernos, fotocopias de ejercicios, juegos, puzzles y material didáctico... Es una escuela portátil para un maestro portátil. Alguien que reparte didáctica gratis como si fuera un vendedor a domicilio.

Al fin detiene el coche. La familia le ve llegar, cuesta arriba, cargado con el baúl de plástico, y dicen: "Ahí viene el maestro", como quien espera al médico.

Sin fonemas. José María Moreno es el maestro. Uno de los siete maestros itinerantes de Cádiz. En Andalucía son 18 los que viajan campo a través cargados de apuntes. Conducen hasta los cortijos más alejados de un pueblo y dan clases a un solo niño en la cocina. Hay 130 alumnos en el campo andaluz, aislados del entorno social.

A muchos les cuesta articular palabras, no encuentran los fonemas que necesitan y no saben relacionar un color con el nombre del color. Pasan los días solos o con sus padres. Desde la puerta de sus casas, los niños sólo ven campo, y no hay nadie con quien hablar. "El aislamiento de la gente del campo era mayor antes. La televisión les ha ayudado a desarrollar algo el lenguaje, aunque sea a un nivel muy bajo, pero encuentras a niños usando expresiones de telenovelas o programas de adultos", dice Salvador Pérez, coordinador del Equipo de Orientación Educativa en Arcos.

"Los maestros itinerantes hacen una labor de socialización. Estos niños no pueden llegar a la edad de escolarización obligatoria (6 años) sin haber aprendido a tratar con otros niños", dice Aurelia Calzada, directora general en la Consejería de Educación.

José María es el maestro que acaba de llegar. Joven, familiar. Tiene plaza fija y lleva siete años enseñando a los hijos de la sierra gaditana. No se quita el anorak mientras da clases porque la habitación donde ha instalado su escuela es húmeda. Es un sótano reducido, de siete metros de largo por cuatro de ancho. Antes las paredes eran de poliespán, ahora han levantado dos muros y uno de los laterales lo tapan cartones y un mueble bar. Parece un trastero, pero se han esmerado en decorarlo como si fuera un aula, usando remiendos, mobiliario viejo que ya no usaban en el colegio de Arcos: sillas, mesa, un perchero...

Puede que sea la única escuela estable de esta sierra, gracias a que la dueña cedió el sótano al maestro, porque un día sus dos hijos estudiaron allí. José María logra reunir a cuatro niños juntos -Lorena, Ana, Francisco y Carla-, pero lo normal es que en cada casa haya un niño. "Vamos con el pupitre, la pizarra y la silla a cuestas", dice.

En casa de Mari Nieves, de 4 años, la pizarra está apoyada contra la barra de una cocina americana. Cada mañana, el maestro y la alumna tardan cinco minutos en adornar un pequeño rincón del salón para que tenga el aspecto de un aula. Cuelgan carteles de la pared, las manualidades, el calendario... Parece un cole, excepto porque sólo hay una alumna.

Mari Nieves vive con sus padres y su abuela y sólo ve a niños de su edad por la tele, o cuando el maestro la lleva en coche hasta la miniescuela de cuatro alumnos. "Me gusta la escuela llena", dice. El resto del día está sola. "Los niños que viven solos en el campo apenas hablan. No tienen bien desarrollado el lenguaje, no saben construir fonéticamente las palabras. Intentan imitar sonidos, pero a veces no se les entiende", dice el maestro. "A Mari Nieves le ocurre menos, porque le encanta leer y porque suple el aislamiento con imaginación", dice.

Hasta hace poco la niña jugaba con Pepe, pero "ahora está muerto". Le rajaron el cuello y lo desangraron. Mari Nieves pone nombre a los animales de la casa. El conejito se llama Lola, a los pavos -"porque son muchos"- no les ha bautizado, y Pepe era el cerdo, hasta que su papá lo mató y se lo comieron. Al maestro le regalaron una morcilla de Pepe.

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