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Cosas que no he contado sobre el 23-F

En cuanto firmamos en Carmona el proyecto del Estatuto Andaluz me instalé en el Palace para terminar los flecos que quedaban por negociar con el PSOE. Unas reuniones larguísimas que se celebraban en Castellana, sede de Presidencia, pero el resto del tiempo

el 15 sep 2009 / 23:03 h.

En cuanto firmamos en Carmona el proyecto del Estatuto Andaluz me instalé en el Palace para terminar los flecos que quedaban por negociar con el PSOE. Unas reuniones larguísimas que se celebraban en Castellana, sede de Presidencia, pero el resto del tiempo lo dedicaba a trabajar en el Congreso porque ahí estaba Soledad Becerril y los diputados que habrían de defender el texto final.

Así que, después de comer, me acomodé en uno de los salones contiguos al hemiciclo para seguir la investidura de Calvo Sotelo. El 23-F. Probablemente sean anécdotas lo que voy a contarles ahora pero nadie las ha contado ni pienso consultar nombres o detalles. Esto es lo que me queda en la memoria de una noche que no deseé vivir.

El silencio conventual del Congreso cuando hay sesión tan solemne se rompe primero con un ruido de voces pero en pocos minutos aparecen varios guardias civiles en donde estábamos. Nos mandan tirarnos al suelo. Los diez o doce que estábamos allí obedecemos excepto el jefe de la escolta de Adolfo Suárez que tenía una fisonomía parecida a la de su jefe y que, como él y sin saberlo, se negó a tirarse al suelo. Le entregó el arma al teniente que le encañonaba y le dijo "no pienso incumplir con mi deber de proteger al presidente salvo que usted me mate".

Pero a mi lado en el suelo había más de tres escoltas cuyas pistolas podía ver bajo su chaqueta al tumbarse. Con el cañón de su naranjero o similar nos fueron tanteando la espalda para ver si llevábamos armas. En voz baja le pregunté al director general del Tesoro y al subsecretario de Cultura que tenía a mi lado ¿qué está pasando? Hacía una semana que acababa de cumplir 30 años y siete meses desde el nacimiento de mi primer hijo. Y estaba asistiendo a lo que era evidente ya que era un golpe de Estado.

Ya de pie nos fueron estabulando. Primero los escoltas fueron conducidos al salón de los Pasos Perdidos y conminados a depositar las armas en una gran copa de plata que ocupaba el centro de la mesa isabelina. Había más escoltas que guardias civiles. La prudencia u otras consideraciones les llevaron a no oponer ninguna resistencia. Desarmados fueron expulsados del edificio, dóciles, en fila? y sin sus pistolas.

Luego juntaron en el mismo lugar a los periodistas que se fueron acreditando. Formaban otro grupo numeroso. Pero sólo María Antonia Iglesias, tan pequeña y tan frágil, se enfrentó con el teniente y sus ayudantes increpándole con un arrojo que nadie ha reconocido. ¡Ustedes son unos traidores y una vergüenza para la Guardia Civil y para España! Les dijo a gritos y el guardia sacó la pistola. Le apuntó y creí que le iba a disparar, le faltó el canto de un duro. A empujones la sacaron del Congreso con los demás. Nadie ha reconocido el valor y la firmeza de María Antonia con quien no he hablado en mi vida pero es justo reconocerlo. Luego salieron los asesores.

Le pregunté al teniente que qué hacía. Me había quedado solo abajo. Ni era escolta, ni periodista ni asesor. De malas formas me dijo que me quedara ahí. Y a unos pasos de la entrada del hemiciclo vi la escena humillante de un guardia insultando y empujando a Rodríguez Sahagún, que era el ministro de Defensa.

Me mandaron a la tribuna de invitados. Y unos segundos más tarde empezaron a disparar al techo. A los que estábamos allí nos cayó la caliche del artesonado y los cristales del objetivo de la cámara de TVE que rompieron a unos centímetros de donde estaba. Cuando el teniente anunció que esperaban a la autoridad militar, "por supuesto" el leve murmullo de los diputados significaba que eso suponía el triunfo del golpe.

Y las horas interminables se empezaron a suceder. Tengo el dudoso récord de ser el último civil no diputado que salió del Congreso excepto un joven de pelo engominado a quien pregunté qué hacía allí y me dijo que era periodista de El Alcázar. No recuerdo su nombre pero seguro que está por alguna redacción con su pasado golpista a cuestas.

Los ministros y diputados tenían que levantar como escolares la mano para poder ir al cuarto de baño. Y cuando le piden a Carrillo, a Felipe González, a Fraga, creo que a Guerra y a Rodríguez Sahagún (Suárez ya no estaba en su escaño) que salieran, todos nos miramos esperando oír una ráfaga de ametralladora. Un dramatismo brutal.

Allí no había una pizca de grandeza ni de épica militar. Eran unos desarrapados, zafios con la chulería cuartelera. Y unos ignorantes. Al rato uno de éstos dice que hay peligro de que se fundan las luces del hemiciclo. Y ordena destripar la crin del relleno de las sillas isabelinas de los taquígrafos, la amontonan sobre la mesa central y se traen cuatro hachones, cuatro grandes velas que se usaron en el catafalco de Rodríguez de Valcárcel, último presidente franquista en su velatorio. Pero en un espacio tan pequeño si a esos insensatos les da por prender la hoguera preparada habríamos muerto de asfixia con mucha probabilidad.

Pasan las horas, los diputados están ensimismados y de repente el bueno de Joaquín Satrústegui, un demócrata sin tacha, se levanta y empieza a gritar que es una infamia implicar a Milans del Bosch en el golpe, que es leal al rey y pone la mano en el fuego por él. ¡Pobre!

Un rato más tarde Íñigo Cavero en un gesto teatral sale al pasillo, se abre la chaqueta y le pide a los guardias que le disparen pero que dejen libre a los diputados. Le empujan al escaño sin hacerle ni caso. Se me acerca un guardia y me pide que le acompañe. Bajo conducido al pasillo y el teniente me cachea, me examina la pluma y vacía la tinta del cargador en la alfombra. Me pregunta quién soy y qué hago ahí. Le digo que soy el secretario general de la UCD en Andalucía y estoy negociando el Estatuto Andaluz. Se queda con mi carnet y ordena a los civiles que me saquen del Congreso "despacito y con las manitas separadas del cuerpo" me advierte. Y llego a las proximidades del Palace en el convencimiento de que un furgón me aguarda. Me cruzo con Pardo Zancada y la Policía Militar que entra en el Congreso en ese instante. Ya en la puerta del Palace me preguntan unos periodistas y me increpan Luis Jáudenes y Jesús Barros de Lis, estaban con los golpistas? y nadie dijo nada. Se lo conté a Landelino Lavilla al día siguiente.

Cuando salen las diputadas me voy con Soledad Becerril a mi habitación a que se arreglara un poco y llaman a la puerta. De parte de Sainz de Santamaría nos pide que les acompañemos. Y nos conducen al despacho de Francisco Laína en el Ministerio del Interior. Es el presidente del Gobierno en funciones. Nos acompaña la diputada Carmela García Moreno y otra cuyo nombre no recuerdo.

Laína nos explica la situación. Algunos guardias civiles, al parecer, quieren desertar de la intentona y le pide a Soledad que les mande por radio interna un mensaje (falso) de parte de sus mujeres para que depongan su actitud. Soledad lee un texto muy dramático pidiéndoles que entreguen las armas y que no les pasará nada.

Junto a Laína están Federico Gallo, director general de Protección Civil, Matías Rodríguez Inciarte y dos o tres militares.

Y allí viví la liberación del Congreso. No menos de seis veces habló Laína con el Rey. Ya era evidente que el golpe fracasaba pero Laína temía una reacción violenta a la desesperada. Nos dice que los guardias se están escapando por las ventanas.

Ya en pleno día, Laína con los ojos llenos de lágrimas se abraza a Federico Gallo. Están llorando en un momento de una emoción inmensa. Nosotros nos abrazamos también. Creo que se me saltaron las lágrimas. Laína nos acaba de decir: "misión cumplida, el presidente acaba de salir del Congreso, la democracia ha triunfado".

Son anécdotas, es verdad, la historia importante la han escrito otros. Pero yo estaba allí y 29 años después no he podido olvidar ni un momento aquella historia que fue patética pero puedo ser trágica. Y comprendí que la libertad y la democracia son unos bienes sin los que no sabría vivir.

Abogado

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