A estas alturas, no es fácil para la danza contemporánea seguir su vocación de ruptura. Quizás por eso las propuestas se decanten por un género híbrido, donde la poesía y las acciones priman sobre el baile. Como en esta última obra de Weickert, en la que los números de danza se limitan a ambientar una puesta en escena teatral.
El punto de partida es una reflexión tan compleja como inabarcable. Se trata de recrear una serie de acciones y relaciones cotidianas que reproducimos de forma mecánica y acelerada sin que nos aporten nada.
Desde luego, sólo esto ya sería suficientemente complejo para abordarlo mediante el lenguaje de la danza pero, además, se pretende también reflexionar sobre la densidad del tiempo y ponerlo a nuestro favor.
Y para ello, la dramaturgia reproduce un discurso fragmentario colmado de abstracción que cada espectador debe completar. Y claro, con tanto concepto y tanta indagación, la danza se acaba perdiendo en una serie de contorsiones corporales cargadas de narcisismo y una gama de elementos teatrales, anacrónicos y absurdos, que no acaban de contar nada.
No obstante, la producción pone en marcha un magnífico entramado formal que, junto con la música y el trabajo corporal de los intérpretes, consigue recrear una atmósfera inquietante y perfilar algunas imágenes sugerentes.
En ese sentido, cabe destacar la presencia escénica de María Cabeza de Vaca y las piezas de baile de Weickert, tan impactantes como gráciles.
