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El día que nos hicimos mayores

Hace 30 años Tejero ‘tomó' el Congreso. Pero su plan fracasó.

el 22 feb 2011 / 21:05 h.

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Cuando el teniente coronel Antonio Tejero y su grupo de guardias civiles entraron violentamente en el Congreso de los Diputados, hace ahora 30 años, uno de ellos subió directamente a la tribuna de prensa. Entró por la puertecita lateral y sólo con dos zancadas, pisando sobre los respaldos de las butacas de los periodistas, se colocó atrás, controlándonos por la espalda con su metralleta. Era un tipo joven con barbita recortada, nada de guardia civil tradicional. Y nos lo dejó claro desde el principio: "Tranquilos, que esto no va contra vosotros, va contra el sistema". Menos mal que, como luego dijeron, la tropa no sabía nada ni era responsable de nada. Si lo llegan a saber...


De pronto se había hecho realidad lo que tanto se decía y nunca creímos que ocurriría. Tampoco había motivo para que ocurriera: la democracia estrenada con las elecciones del año 1977 iba adelante; aunque a trancas y barrancas, nos estábamos convirtiendo en un país normal, incluso haciendo frente al terrorismo y a la crisis económica de entonces.


El principal problema era ETA, que mataba por cientos, sobre todo a militares y policías, buscando provocar su rebelión. Un día sí y otro también cubríamos en el periódico entierros. Recuerdo una jornada terrible de 1980 en la que los uniformados, al término del funeral por un compañero asesinado, cogieron el féretro y lo llevaron a hombros hasta el cementerio, atravesando todo Madrid. Una algarada similar montó, por cierto, el propio Tejero, después del funeral de uno de sus hombres, cuando en la misma época era comandante de la Guardia Civil en Málaga. Se lo perdonaron, igual que por los mismos años le condenaron sólo a una pena ridícula por organizar la Operación Galaxia, el precedente del golpe del 23-F. Así nos fue luego.
Era el Ejército en la calle, rabioso, pero de ahí a tomar el poder iba mucho trecho.

Eso sí, la política estaba desquiciada. Los franquistas habían salido de la dictadura incólumes e incluso agradecidos de no tener que pagar precio alguno por su complicidad con 30 años de opresión. Pero no estaban contentos de que gobernara la Unión de Centro Democrático, ese partido que habían creado los reformistas del propio régimen, con Adolfo Suárez a la cabeza, y los moderados de la oposición democrática. La derecha se creía desposeída de algo que había tenido sin discusión hasta hacía poco: el poder político. Y se pasaban todo el tiempo maquinando cómo derribar al Gobierno, por las buenas o por las malas. Hasta que consiguieron que dimitiera Suárez, harto de conspiraciones y viéndose asfixiado por sus propios compañeros. En medio de todo ese caos los militares más exaltados conspiraban para dar un golpe de fuerza, hasta que interrumpieron violentamente la sesión del Congreso cuando se estaba votando la investidura del sustituto de Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, como nuevo presidente del Gobierno.


Todo empezó con aquel momento del "¡Todo el mundo al suelo!", ese de donde parte el best-seller de Javier Cercas, Anatomía de un instante. Un momento que merece una aclaración: ni Adolfo Suárez ni Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista de España, querían hacer el héroe negándose a tirarse al suelo, donde por el contrario fuimos de cabeza todos los demás.


"El Guti" al ataque
En realidad Tejero no quería llegar a tanto como disparar en el hemiciclo y humillar a los representantes del pueblo de esa manera. Por el contrario, entró confiado en la sala y subió muy tranquilo, pistola en ristre, los escalones de la tribuna presidencial. Pero entonces ocurrió algo inesperado: el teniente general y vicepresidente Gutiérrez Mellado se levantó como un rayo de su escaño, se lanzó hacia Tejero e intentó quitarle la pistola.


Los guardias se repusieron de la sorpresa y le rodearon, y el propio Tejero le puso la zancadilla para intentar derribarle. El Guti se desasió de la ruin llave y se quedó en jarras en medio del hemiciclo. Entretanto, Adolfo Suárez se había levantado también, en auxilio de su vicepresidente. Y en ese momento fue cuando Tejero y sus guardias, temiendo una reacción general, comenzaron a disparar al aire y ordenaron que todo el mundo se tirara al suelo. A Suárez la dignidad no le hubiera permitido ya volver sobre sus pasos para echarse al suelo, así que se quedó a medio camino: suavemente se dejó caer atrás, se encajó en el asiento y allí se quedó esperando a que terminara la balacera. Eso sí, con la cabeza muy alta y sin perderles la mirada a los sublevados.
Por poco no matan a alguien. En la tribuna de prensa quedó incrustado un tiro, a dos palmos de nosotros, y alguien de la contigua zona de público fue herido leve por una esquirla.


Aquella escena fue el comienzo de la astracanada que mostraría al mundo la verdadera imagen de los golpistas. Un gran fotógrafo de la agencia Efe, Manolo Hernández de León, disparó sin pensar foto tras foto, escondió el carrete en el zapato. Gracias a eso se salvaron aquellas fotos que mostraron al mundo entero la catadura de los golpistas, con esas metralletas, esos bigotes y el tricornio de Tejero. "Unos guardias con gorro de torero han tomado el Congreso español...".


Los golpistas tampoco supieron resguardarse de las cámaras de televisión: al principio todas siguieron grabando, y en TVE pudieron grabarlo todo. Lo mismo con el sonido. El compañero de la Cadena SER que dijo aquello famoso de que "unos guardias civiles están entrando en el Congreso... tenemos que dejar de hablar porque nos están apuntando...", en efecto dejó en el suelo el micrófono... que se quedó allí funcionando toda la noche. Gracias a lo cual las autoridades que estaban fuera pudieron ir oyéndolo todo.
El compañero de la SER soltó el micro verdaderamente acojonado, como todos los que estábamos con él, porque no era para menos. No dudábamos de que el golpe de Estado había acabado ya con la democracia -si habían tomado el Congreso, qué no habrían tomado- y nuestros cálculos eran que desde allí iríamos todos al campo de concentración. Yo, joven periodista de El País, al menos empecé a hacer la lista de mis parientes franquistas -todos ellos- con la esperanza de que pudieran abogar por mí.

El dato del periodista
Al poco rato nos ordenaron sentarnos, eso sí, en silencio y con los manos visibles, sobre los escritorios. Momento que aprovechó Bonifacio de la Cuadra, mi simpar maestro y compañero, para apuntar con disimulo la hora del asalto: las 6.23. El periodista debe anotar todos los datos para asegurarlos.


Luego el capitán Muñecas dijo, también para la posteridad, aquello de que enseguida vendría "la autoridad que tiene que venir, militar, por supuesto, etc." Pero fue pasando el tiempo y no ocurría nada. Hasta que los guardias civiles ordenaron desalojar la tribuna de público. Y al poco, ¡oh sorpresa!, también ordenaron el desalojo de los periodistas. "Bueno, esto no está tan claro", pensamos. Incluso un compañero del desaparecido Diario 16, Manolo Soriano, se encaró al guardia de la puerta y le espetó, incrédulo: "Pero... ¿así?". O sea, ¿nos vamos de rositas? Y el guardia le mira de hito en hito: "¿Usted ha hecho algo?" Ahí reaccionó Manolo: "¿Yo? No, no, claro". "Pues entonces, ¡a su casa!".


No fue exactamente a casa donde fuimos, al menos yo. En aquel año de 1981 aparcábamos en la misma calle lateral del Congreso, y en ella un amable guardia, de los cientos que poblaban los alrededores, me ayudó en la maniobra de sacar el coche. Yo no sabía si llorar o reír. Primero atravesé una fila de guardias civiles -los malos, pero me dejaron pasar-, luego una de policías nacionales -los buenos-, y finalmente los periodistas que habían acudido desde fuera se me echaron encima. Pablo Sebastián, que entonces también trabajaba en El País, abrió la puerta del coche y me preguntó ansioso: "¿Qué pasa, qué pasa?". Maldita la gana de pararme que tenía yo, así que le contesté: "Sube y te lo cuento en marcha". Así que mientras ponía metros de por medio a mi susto le conté todo en un santiamén -o sea, hice la entradilla-, él se bajó y yo me alejé.


Fui a buscar un teléfono algo seguro: a casa de mis hermanas. Desde allí llamé a la redacción y escuché la voz de mi jefa, Soledad Álvarez-Coto (SAC, por nombre de guerra): "Sebastián, cuéntanos rápido que estamos sacando la edición". Música celestial. Y así fue como se escribió la crónica de urgencia que se publicó en la edición extraordinaria, con el famoso titular: "Golpe de Estado. El País, con la Constitución". Y en la contraportada, la noticia de que el general Milans del Bosch, otro jefe de los golpistas, había sacado los tanques a la calle en Valencia.


Los demás periódicos no salieron, y en algunos casos mejor así, porque por ejemplo el diario de los ultras, El Alcázar, tenía preparados titulares tales como "Los diputados presos han sido trasladados a la cárcel de Herrera de la Mancha". La Policía lo impidió plantando sus coches-patrulla en la puerta.


No está ni se le espera
Mientras el rey y los militares leales se empleaban a fondo en parar el golpe, el general Armada intentó tomar la Zarzuela. Fue uno de los momentos clave del tira y afloja, y también daría lugar a una de las anécdotas más sabrosas. Alfonso Armada, que había sido nada menos que preceptor del Rey, era el más sibilino de los jefes golpistas, el que iba por todas partes vendiendo un Gobierno de concentración presidido por él mismo. Nunca se supo bien si aquél era su golpe, si había tenido otro plan pero intentaba utilizar el de los otros, si subía o bajaba, como buen gallego. El caso es que se ofreció a ir al Palacio a explicarse. Cuando el rey, al teléfono, estaba a punto de decirle que sí, lo paró en el último momento, diciéndole a don Juan Carlos por señas que no, el jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campos, que por otra línea escuchaba del director de la Seguridad del Estado, Francisco Laína, avisarle de que Armada no era de fiar.


Al general Juste, que mandaba la División Acorazada Brunete, o sea, los tanques de Madrid, le decían sus oficiales golpistas que Armada y el rey controlaban la situación, que había que sacar las tropas para garantizar el orden... Juste no era tonto. Aquella tarde, al enterarse de lo del Congreso, había vuelto corriendo de un viaje que hacía a Zaragoza, y al llegar a su despacho se lo encontró ocupado por su antecesor en el cargo, el general Torres Rojas. Lagarto, lagarto: a Torres lo había mandado el Gobierno a La Coruña al descubrirle conspirando en la Brunete. Por cierto, ese pre-golpe lo contó Miguel Ángel Aguilar en Diario 16, y aunque ahora parezca increíble la noticia le costó que le quitaran de director de este periódico. Le sustituyó... Pedro J. Ramírez.


Bien. Juste llamó a la Zarzuela preguntando si estaba Armada, y allí le soltaron otra de las frases que quedaron para la posteridad: "Ni está, ni se le espera". La anécdota vino cuando dos días después el ministro de Defensa, Alberto Oliart -sí, el actual octogenario director de RTVE- relataba el golpe en una sesión secreta del Congreso. No tan secreta porque los periodistas metimos decenas de grabadoras gracias a los diputados más amigos, y luego lo transcribimos todo. El que escribió aquel pasaje entendió mal a Oliart y escribió: "Está en la sala de espera". ¡No cambiaba nada la cosa!


De madrugada el golpe fracasó definitivamente. Milans y Tejero se habían quedado solos y se rindieron.
Durante el año siguiente lo pasamos fatal, con todo el Ejército presionando contra el proceso a los golpistas. A comienzos de 1982 se celebró el juicio. El resultado fue un escándalo, porque el tribunal militar apenas condenó con severidad más que al propio Tejero, pero el Gobierno recurrió y consiguió en apelación unas penas más decentes. Tampoco tanto, porque años en la cárcel sólo pasaron unos pocos, y hasta aquí.


El golpe del 23-F tuvo unos efectos tremendos. El primero, que el Ejército pese a todo quedó vacunado y enseguida empezó la reforma que lo convirtió en la institución ejemplar que es hoy. En segundo lugar, el pueblo tomó conciencia del valor de la libertad y durante muchos años fuimos todos a una. Esto se ha perdido hoy día.
Eso sí, nos caímos del guindo y nos hicimos conscientes del mundo en que vivíamos. Un mundo en el que el secretario de Estado de Estados Unidos en España, Alexander Heig, se había negado a condenar el golpe, aduciendo que era un "asunto interno" de España. Y es que en 1980 había llegado al poder en Norteamérica Ronald Reagan, y en el Reino Unido Margaret Thachet para lanzar la revolución conservadora, asunto en el que estamos todavía. El nuevo Gobierno socialista de Felipe González se dedicó desde octubre de 1982 a modernizar España y dejarse de cuentos de izquierdas. Parecido a lo de ahora.


De pronto dejaron de estar de moda la pana y las faldas de flores, y se impuso el oscuro de Adolfo Domínguez. Reaparecieron las corbatas y las mujeres volvieron al maquillaje fuerte y a arreglarse a tope. Hasta hoy.
El partido de la UCD se hundió porque la derecha estaba también asustada de lo que podía ocurrir (recuerdo la frase del entonces ministro Francisco Fernández Ordóñez: "Si después del 23-F hubiéramos disuelto la Guardia Civil, no habría pasado nada"), y se pasó a Alianza Popular (AP). Y en las elecciones de 1982 AP se hizo con la representación del campo conservador y el PSOE con la mayoría social. Este cóctel para la tensión política permanente también nos dura hasta hoy.


Sebastián García se encontraba trabajando el 23-F en el Congreso cuando se produjo el golpe de Estado

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