Hemos asistido en las últimas semanas a comentarios de analistas acerca del regreso de la política a la vida pública. Se basaban, por un lado, en la victoria demócrata de Obama en Estados Unidos y, por otro, en el significado de la reunión del G-20 en Washington como respuesta a la crisis financiera mundial. No puedo darles la razón: la política nunca ha estado ausente de la vida pública de este mundo. A poco que se haya leído este periódico en los últimos años, podríamos llegar a encontrarnos ahítos de política... eso sí, de mala política, de demasiada ausencia de cualquier principio que argumente la convicción que tenemos la ciudadanía acerca de que los que dirigen los asuntos públicos nos propondrán algo sugerente.
El día a día a que estamos sometidos sigue recordándonos, de manera machacona, ese déficit de calidad democrática en la actividad pública: no es sólo el cotidiano matonismo dialéctico al referirse al contrario -¡en algún caso, a los propios!- o el ocultamiento intencionado del porqué del rendimiento institucional. Es que, además, tenemos que convivir con el hecho de que es necesaria una renovación de ideas como si de una novedosa propuesta se tratase: la renovación forma parte de la innovación y ésta de la vida cotidiana de la buena política; repetir su importancia recuerda más a lo que no tenemos que al ejercicio diario de reivindicarla. Cuando un partido político anuncia comités de renovación de ideas es como si una empresa tiene que preguntar en la calle cuál es la estrategia de ventas que debe seguir. En fin, la política está, todos los días, en las portadas de los medios y, desafortunadamente, parece que seguimos mirando en el sentido equivocado o convirtiendo, como con Obama o en Washington, el escenario en el sentido de la obra teatral.
Director del Centro de Estudios Andaluces
