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La chica que no podía comer chocolate

De padres andaluces, la doble subcampeona olímpica de natación sale de la pileta de Londres como la estrella que apuntaba

el 05 ago 2012 / 20:11 h.

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Mireia Belmonte García (Badalona, 10 de noviembre de 1990) cumple años cada cuatro. Les ocurre a todos esos deportistas a los que los medios de comunicación en España hacen desaparecer como si hibernaran. Pero en vez de dormitar en estado latente, se matan, silenciosamente, a trabajar. Durante ocho horas diarias entrenan, durante las veinticuatro, 365 días al año, viven y piensan en los Juegos Olímpicos. De pronto, cuando se enciende la llama del pebetero, de nuevo se les abre la ventana mediática, y vemos cómo han crecido, el nuevo peinado que llevan (aunque lo lleven así desde hace dos o tres años, claro), que ya no es una niña como en Pekín 2008, cuando con 17 años ya arrastraba sobre sus hombros todo el peso y la presión de ser la elegida para sacar a la natación española de un estado de depresión histórica permanente, con algún respiro en forma de nacionalización por carta de naturaleza. O era Mireia o no era nadie. Por estar en el lado oscuro de los llamados, como excusa, deportes minoritarios, el gran público, ese que sólo es merecedor del fútbol, no tenía muy claro quién era aquella rubita de ojos azules, algo desgarbada, que se iba a lanzar al agua, después de años de chascarrillos sobre si los nadadores españoles, cual Moussambanis, al menos no se ahogaban en las grandes competiciones. Ya era campeona del Mundo júnior, también campeona de Europa absoluta en 200 estilos, con la sexta mejor marca de todos los tiempos, bronce en los 200 mariposa en aquella cita de Eindhoven donde se convenció de que además de arrasar en todos los rankings nacionales desde categoría alevín, podía llegar a ser una estrella mundial. Pero en Pekín cayó sobre ella el peso de años de complejos. Si ella no era capaz, aunque tuviera 17 años lejos de la madurez, de nadar siquiera una final olímpica...
Le entraron dudas. También a sus padres, José Belmonte y Francisca García. Él de Granada, ella del pueblo jiennense de Huelma, de donde son sus abuelos, que emigraron en los años 60 a Cataluña, donde nació Mireia, a la que los médicos aconsejaron que hiciese natación para superar una escoliosis en la parte baja de la espalda amén de mejorar su condición de asmática. A la niña de ojos azules, algo tímida y presumida, que no salía de casa camino de zambullirse sin las uñas pintadas y un espejo, eso no le importó nada. Que fuese alérgica al cloro, tampoco. En los veranos de Huelma a Mireia no había quien la sacara del agua. La mitad de su vida la ha pasado en una piscina, y la otra mitad, en el gimnasio o entre libros, tratando de sacar adelante la carrera de Administración y Dirección de Empresas. Entre el Club Natación Sabadell, el CAR de Sant Cugat y un paso efímero por la Blume de Madrid se ha ido forjando la estrella de la única nadadora nacida en España que se ha subido a un podio olímpico, la única, nadador o nadadora, en la historia de este deporte en nuestro país que tiene dos preseas en la gran competición que soñó y llevó a la realidad el barón Pierre de Coubertain, al que se le ha atribuido siempre una frase que él no pronunció: "Lo importante es participar". Fue el arzobispo de Pensilvania, Ethelbert Talbot, el que la dijo en la misa previa a los Juegos de Londres de 1908, la ciudad por siempre ligada ya a Mireia Belmonte, y donde, a pesar del romanticismo de Coubertain, a ella, como a la mayoría de los deportistas, no les basta con participar. No se les permite. Medalla o fracaso.


En vez de marchar al extranjero, Mireia decidió ponerse en 2010 en manos del entrenador francés Frederick Vergnoux. "Esta chica, sencillamente, no tiene límites. Pero debe atreverse". Y se atrevió en Dubai, en el Mundial de piscina de 25 metros, donde ganó tres oros y una plata y fue declarada mejor nadadora de la competición. En los Europeos de 2011 arrasó. Cuatro oros. Pero todo estaba pendiente de rúbrica, porque en las competiciones de piscina corta no están los mejores. No era suficiente. Nunca ha sido suficiente con Mireia, a la que Vergnoux obligó a trabajar con un psicólogo para atreverse. Cuenta que le permitía comer algo de chocolate, su gran pasión, cuando hacía entrenamientos al límite que tenían eco en la competición. Mañana la reciben en Badalona como una reina que, aunque tiene en Titanic su película favorita, siempre ha sabido salir a flote, por mucho peso que le colocaran encima.

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