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La plaza de nunca acabar

El nombre está medio caído. La calzada, medio peatonal. Los bancos, medio limpios. Los perros, medio sueltos. Los vagabundos, medio locos. La acera, medio invadida. Bienvenidos a la Gavidia de camino a cualquier otro sitio.

el 11 abr 2011 / 19:59 h.

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Acaban de peatonalizarle un trozo. Al rótulo de la esquina se le cayeron dos azulejos. Podían haberlos repuesto, estando ahí los albañiles. Pone Pza de la Gavidia, como en abreviatura. En esa misma esquina, la que mira hacia Cardenal Spínola, hay otra señal indicadora, de esas tan bonitas de pie que están poniendo de un tiempo a esta parte, como de bulevares decimonónicos. En ella, un pelotazo de pintura rosa fucsia ha resumido la denominación del lugar como Plaza de la Gavi. No puede ser casualidad. No lo es, de hecho. Ni es nuevo el fenómeno, porque ni siquiera al pobre héroe de Luis Daoiz, allí presente con toda la cabeza llena de pinchos contra las palomas, le cabe el pie en la peana de esta plaza donde nada da la sensación de estar correctamente acabado, de tener la proporción adecuada. Si esta plaza hubiese estado en la Grecia clásica, ese día se habría acabado la cicuta en la farmacia (bueno, en la apoteca). Desquicia un poco esta desazón difícil de explicar, basada en la ausencia de equilibrio. Hasta tal punto, que ayer por la mañana se sentía la plaza la mar de fragorosa cuando paradójicamente, en ese momento, no estaba pasando ni un coche. Serían los nervios, entrechocando entre sí.

La Sevilla de rompe y rasga también ha despotricado mucho de la reforma que, no hace ni siquiera un mes, le rebañó un pedazo de asfalto a este lugar para convertirlo en acera. Es verdad que cualquier amante de la simetría saldría corriendo de allí como las locas. Que por cierto: gente con la apariencia de haber perdido la cabeza, o al menos de haberla extraviado, también frecuenta mucho aquello a grito limpio, sabe Dios por qué. Ayer iba uno con barbas, cruzando en diagonal, con una retahíla de palabrotas como no se ha oído desde El exorcista. No era el único personaje de extraña conducta del lugar, sin contar al gorrilla (¿eso no estaba prohibido, como lo de beber alcohol en la calle?). Un gorrilla que se paseaba como un pastor por entre los rebaños de coches aparcados a la buena de Dios por aquí y por allá, sin dejar pasar a los peatones, sobre el paso de cebra, en doble fila... Por delante del edificio de la Consejería de Gobernación y Justicia no se podía pasar: lo impedía una furgoneta compinchada con varios coches, convirtiéndose de ese modo el arreglo del mes pasado en una caricatura del espíritu con que se acometió la reforma.

Puede que algún que otro bar de la zona tenga ahora más fácil invitar al esparcimiento del respetable, con las mesas y los taburetes extendidos por lo que hasta hace poco era asfalto. El hecho es que así sucede y los asientos se llenan. La de perros con o sin correa que pueden pasar por la plaza en el tiempo de tomarse uno un refresquito es impredecible pero llamativo. También por la tarde se da el fenómeno, aunque a esa hora se le cae la atmósfera a recreo de instituto, con las muchachas tomándose las cuñas en los bancos de forja, y se vuelve más veinteañero, más bohemio, menos vociferante pero igual de inclasificable. Permanece inalterado, eso sí, el número de motos aparcadas sobre la acera además de en el sitio destinado a tal efecto. Será del estrés que los naranjos no tienen azahar. Pero aun así es mágica esta plaza. Gusta buscarla, pasar por ella, ir a otro sitio por aquí. ¿A que no sabes lo que he visto hoy en la Gavidia?, se dice luego, en casa, por algún extraño afán de sevillanía. Quizá incompleto, pero real.

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