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Los sainetes de la farándula

Sonido estridente de tambores, sartenes, de cualquier objeto metálico capaz de participar en la orgía cacofónica que avanza por las calles de la ciudad. Ambiente festivo. También expresión del descontento. Una manera más de mostrar el rechazo.

el 16 sep 2009 / 00:57 h.

Sonido estridente de tambores, sartenes, de cualquier objeto metálico capaz de participar en la orgía cacofónica que avanza por las calles de la ciudad. Ambiente festivo. También expresión del descontento. Una manera más de mostrar el rechazo. De sacudirse la impotencia, de mostrar la rabia contenida. Éste es el otro semblante de la Cumbre recientemente celebrada en Londres. La calle continúa siendo el lugar donde poder mostrarse.

Es curioso cómo nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad en la que el crimen organizado, la corrupción política, la ostentación de la codicia, la violencia gratuita? encuentran, sin excesivas trabas, refugio. Y, sin embargo, se ha apoderado de nosotros el temor a expresiones populares que censuran hechos ignominiosos, aunque sus modos sean a veces discutibles.

La búsqueda de una aparente seguridad pone un celo excesivo en controlarlas y, en cambio, muestra menos beligerancia hacia comportamientos que comprometen seriamente la convivencia diaria. Resultado, un manifestante fallecido. Un catedrático de Antropología, Chris Knight, sancionado. Una universidad, University East of London, temporalmente clausurada.

Desde finales del siglo XVII, en Inglaterra, la forma en que se expresaba la multitud para evidenciar, de manera más o menos hostil, incluso burlona, determinados comportamientos que infringían ciertas normas de la comunidad, encontró acomodo en el término rough music.

El uso antiguo de este término -según el Oxford English Dictionary- era el de "la armonía de hacer tintinear ollas y sartenes". Una expresión ritualizada, con más o menos ritmo, de hostilidad. La denuncia se expresaba, a veces, a través de monigotes que representaban no a individuos sino a sus fechorías. Tras una cabalgada, entre la gente, la efigie del infractor era colgada o quemada.

Como describe el historiador británico E.P. Thompson estas alharacas son, en realidad, un discurso que tiene lugar en el seno de una sociedad que regula sus afirmaciones de autoridad y conducta moral a través de formas teatrales de representación. Una especie de catarsis que por medio de la humillación del transgresor ante los ojos de la población intentaban reparar el daño causado. Su publicidad constituía justamente un componente esencial del castigo.

El fanatismo, la intransigencia, el culto a la violencia, la no distinción entre las personas y sus actos, así como otras manifestaciones, dieron al traste con esta forma de reprobación. Aunque la crítica ante sus perfiles más agresivos es muestra de madurez, sensatez, de inteligencia, deberíamos saber distinguir entre las actitudes realmente violentas y la afirmación a través de la metáfora, de la escenificación de la protesta usando elementos figurados.

La farsa sigue viva. Y como en las antiguas compañías de teatro los diferentes personajes de la vida actúan -como público y ante el público- con su breve pieza, y buscan un lugar en el intermezzo o protagonizan el epítome final de cada acontecimiento. Son, en fin, los actores de los sainetes de la farándula.

Doctor en Economía. acore@us.es

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