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Retrato de la eternidad

Hay un lugar en Sevilla que es un monumento a la inmortalidad. En él los recuerdos no tienen principio ni fin. En la plaza de las palomas, éstas y quienes se fotografían con ellas dan sentido a la eternidad.

el 29 jun 2010 / 05:35 h.

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Después de cuatro intentos, lo consigue. Está vieja, destartalada, tiene sed. Sus parientes no le prestan atención; sólo se dedican a ensalzar sus pechos para hacerse bien notables: de lejos llega el griterío que les dará algo de comer. ¡Y pensar que algunos de esos ejemplares viven hoy gracias a la labor de madre que ella ejerció hace unos años! Poco le importa la comida ahora, hasta bebe con dificultad. Si una anciana tuviese que subir el  Cerro Tres Kandú diez veces al día para mojarse los labios, también bebería fatigada. Porque sólo eso quiere la paloma, refrescar un poco su pico para aliviar la fatiga que siente. Por quinta vez desde que salió el sol, y son pocas, se deja caer desde la verja que protege la fuente hasta chocar de costado contra el albero.

Son las 11.00 horas. En la Plaza de las Palomas el griterío se ha personificado; comienza a llover arvejón. Los niños quieren cubrirse de blanco y depositan el alimento en sus manos, en sus bolsillos, hasta encima de sus cabezas. Las ansiosas aves, que parecen a esta hora del color del suelo contra el que se estampó la anciana, cumplen los deseos infantiles. Lo del tono albero es por el sol, aquí hay pocos árboles que proporcionen sombra. Sólo la sombrilla de la vendedora sirve a la jubilada mensajera para salvarse del gentío y de los 35 grados que marca el termómetro, aunque ella no lo sepa. Dicen que el color negro absorbe el calor: la paloma lo viste, como si estuviera de luto. Aun jubilada, parece dar un mensaje, el mismo que ofrece la madre de la arvejonera, también resguardada del sol.

Como ocurre con la paloma, de entre todos los niños también hay uno que aparece apartado de la escena. Mientras la mayoría intenta autofotografiarse con las palomas en lo alto del cuerpo, el pequeño solitario se sienta en uno de los bancos de la plaza. Aparta entonces la mirada del bullicio y la emplea como si fuese uno de los móviles de última generación que utilizan sus compañeros para lanzar flashes. Pero en su fotografía sólo hay un objeto, la gastada paloma que de nuevo intenta sin éxito volar la valla que la separa del chorro de agua. La coge entre sus manos y la deposita sobre los azulejos amarillos, blancos y azules que cubren la fuente. ¿Cómo un ave que hace unos años volaba hasta lo más alto del Museo de Artes y Costumbres Populares, cruzaba la plaza que le debe el apodo y llegaba hasta el Museo Arqueológico, ahora ya no sirve para nada? La paloma necesita su ayuda para salir. La deja sobre el albero y sigue observándola. La sombra que antes la salvaba de la muchedumbre ahora no le sirve: el tumulto la rodea porque quiere más arvejón. Sigue andando a pasos desproporcionados, sus patas apenas se levantan del suelo, las arrastra como sólo los ancianos arrastran sus alpargatas. Al final, encuentra su sitio.

Tras la fotografía a tamaño real de un abuelo y su nieta, el ave descansa. Él tiene sobre sí cuatro palomas; ella, vestida con el traje blanco de los domingos, sujeta en su mano una rueda de juguete. Ambos parecen aún mirar a la cámara que disparó en 1939. De fondo, desde unos años antes, el Pabellón Real; aunque ahora se observa el que mal acoge a la delegación de Economía y Empleo. Hay otras cuantas fotografías repartidas por la Plaza de América, la que los sevillanos siempre llaman Plaza de las Palomas: la de una niña asustada, la de un joven militar, la de una gitana que sonríe. Todas ellas dan sombra, pero la vieja paloma ha decidido encontrarla en la que muestra a una pequeña y a su abuelo. Probablemente lo haya hecho porque se trataba de la más cercana; quizás sea por afinidad con la vejez. Sea de un modo o de otro, el niño sigue mirando fijamente la imagen. Ahora sabe que el ave sigue sirviendo para algo. El mensaje de lo eterno, el que trasmite la exposición de la israelí Rinat Izhak, a él le ha llegado a través de la vieja paloma.

¿Cuánto dura la eternidad? La de una paloma, sólo diez años. La de una persona puede superar los cien. La de una fotografía, un instante: aquél en que se tomó. Parece mentira la eternidad. Pero en la Plaza de América vive gracias al anonimato de palomas y personas que nunca se fueron. Sólo se repiten una y otra vez en una imagen eterna. Infinita Sevilla en sus ritos inmortales.

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