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Ser mujer inmigrante

Parece que el Gobierno no expulsará a las doce mujeres que sobrevivieron en la conocida como "patera de la muerte", en la que tuvieron que lanzar al mar los cadáveres de doce bebés que murieron en el siniestro viaje al que se ven condenados los inmigrantes subsaharianos en busca de un futuro.

el 15 sep 2009 / 09:07 h.

Parece que el Gobierno no expulsará a las doce mujeres que sobrevivieron en la conocida como "patera de la muerte", en la que tuvieron que lanzar al mar los cadáveres de doce bebés que murieron en el siniestro viaje al que se ven condenados los inmigrantes subsaharianos en busca de un futuro. Para sus madres, al drama por la pérdida de un hijo se sumó el horror de desprenderse de sus cuerpos en la nada del mar.

Con esta medida, el ministro del Interior ha puesto de manifiesto que las instituciones también deben tener corazón, y acoger con sensibilidad situaciones como la descrita, pues el cumplimiento de la ley no solo consiste en la fría aplicación de sus postulados, sino en atender a circunstancias que exigen una respuesta acorde con valores que tienen que ver con la equidad.

Pero más allá del hecho luctuoso al que hacemos referencia, está la situación de las mujeres que abandonan sus países para trabajar, generalmente, en los hogares españoles, cuidando de los hijos o de los abuelos ajenos, es decir, de los nuestros, a los cuales no podemos atender por los requerimientos de una sociedad diseñada conforme a un patrón masculino, ajeno a la familia y a sus necesidades. Estas mujeres inmigrantes comparten su tiempo y sus afectos entre la familia que dejan atrás, la que construyen en nuestro país si pueden, y a la que dedican sus esfuerzos y trabajo.

Son mujeres luchadoras que viven pendientes de un teléfono: el del locutorio, que les ata a los hijos que dejaron atrás, el del móvil, con el que se comunican con los que se quedan en su hogar español y por el que reciben las instrucciones de sus patrones a los que sirven con plena disponibilidad. Sin embargo, son invisibles. Invisibles para la sociedad, invisibles para los sindicatos e invisibles, y esto es lo peor, para la mayoría de los movimientos feministas que aún no las consideran compañeras de viaje hacia la plena igualdad.

Esto último no es más que una de las contradicciones en las que se desenvuelve el feminismo de raíz burguesa que tiende a ignorar categorías como la clase, la etnia o la nacionalidad, pensando, equivocadamente, que la conquista de la igualdad efectiva se realiza en las mismas condiciones para todas las mujeres.

Y resulta ser una contradicción pues estas mujeres están sustituyendo la función tradicional que han cumplido las españolas, retrasando con ello el tratamiento de un problema que requiere de otro tipo de solución; una solución que ha de pasar porque se asuma colectivamente que el cuidado de los hijos y dependientes atañe a la sociedad en su conjunto, con una redefinición de los roles tradicionales que se han adjudicado a las mujeres y a los hombres.

Por contra, se opera una sustitución de una mujer por otra que viene asumir sus funciones, generándose con ello una relación típicamente femenina en la que una mujer se impone a su subalterna, a la que le exige en no pocas ocasiones que responda cumplidamente a las mismas exigencias de las que ha querido desprenderse, produciéndose con ello una suerte de explotación entre el sexo femenino que reproduce en su interior la dialéctica de la desigualdad. Una desigualdad que pretende arrasar los movimientos feministas, sin percatarse que solo hay salvación si vamos todas en el mismo barco y, al fin, se destruyen las pateras.

Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide.

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