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¿Tan mal he estado?

el 12 sep 2010 / 08:32 h.

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Vestido de negro y plata y camino de la cárcel abandonó la plaza de toros del Puerto de Santa María Rafael de Paula, un lejano mes de marzo de 1985, después de darle la alternativa a esa promesa que fue Emilio Oliva. Hay quien dice que Rafael, ante el brillo del charol de los tricornios, tiró de flema: "¿Tan mal he estado?", preguntó. Pero la cosa no estaba para bromas y tampoco andaba por allí un tal García Lorca para incluir el lance en su Romancero Gitano trazando un retablo de guerreras verdes, correajes amarillos, sangre reseca en el ruedo y plata vieja apagada en el húmedo calabozo. Los civiles se llevaban, codo a codo, al genial artista de Jerez por haber pagado a un fulano que tenía que apiolarse a no sé qué antiguo futbolista del Cádiz que andaba encelado con la mujer del torero. Como el Lute, Paula acabó en el penal del Puerto -entró hecho un pincel y salió fuertemente deprimido- añadiendo un renglón más a una leyenda que se había forjado mucho antes, con un capote mágico en las manos, asombrando a los viejos aficionados de las placitas del Rincón del Sur.

Seguramente, Paula se había equivocado de tiempo y su reino no pertenecía a este mundo de medianías, prisas y estadísticas. Capaz de iluminar la plaza con un arte secreto, trufado de esquinas negras, el torero del jerezano barrio de Santiago también era capaz de abrazar la tiniebla en las tardes más aciagas. Pero ¿quién ha visto a Rafael de Paula? La leyenda de sus mejores tardes crece con el tiempo y aquellos lances de Jerez de la Frontera o la faena de la antigua plaza de Vista Alegre pertenecen ya a la singular mitología del toreo, a historias que cuentan los más viejos, engrandecidas por la pátina de oro viejo que siempre presta el calendario.

Pero si en el toreo existió un arte desnudo, el secreto lo guarda Paula. El arte de Rafael encontró registros cada vez más desgarrados a la vez que las lesiones convertían sus rodillas en cuentas de cristal. El lance era un grito; el muletazo un quejido surgido del absoluto abandono de este creador gitano que acabaría convirtiéndose en un torero de culto. Era la fragilidad de una espiga agostada, bamboleándose con gracia sin importarle la fuerza de una hoz negra y rotunda.

Su historia había comenzado mucho antes, dando tres o cuatro trapazos torpes a una becerra de Fermín Bohórquez que acabarían alimentando el veneno irreversible de la afición. Finalizan los 50 y el hijo del Paula, el del barrio de Santiago, va labrándose un ambientito. Alquila un vestido viejo en San Fernando y debuta de luces en la Maestranza de Ronda. Le ayuda Carnicerito de Málaga, que andando el tiempo acabaría convirtiéndose en su suegro. El torerillo gitano sólo torea un puñado de novilladas aunque, cuentan los antiguos, ha ilusionado al mismísimo Juan Belmonte en aquellos tentaderos de carriles polvorientos, cercas de acebuche retorcido y aficionados en la tapia.

Como en una extraña predestinación, habría de volver a remontar los caminos de Ronda para tomar la alternativa. Fue un 9 de septiembre de 1960, ahora hace medio siglo, en una de las primeras corridas goyescas organizadas en la plaza de piedra de la ciudad del Tajo. Julio Aparicio le cedió un toro de Atanasio Fernández en presencia de Antonio Ordóñez en el mismo escenario en el que había vestido aquel añoso primer traje de luces, tres años antes.

Si los toreros artistas son los más valientes, aunque sea sólo una vez en la vida, cuando apuestan todo para asegurar un lance o un muletazo, en el toreo de Rafael de Paula -un grial que sólo tocaron algunos privilegiados- sólo hay sitio para la belleza. Entroncado con la mejor tradición de aquellos estilistas de la Edad de Plata, en la tauromaquia de Rafael es imposible diseccionar la arquitectura o el trazo del estilo. La irregularidad de Rafael de Paula convirtió sus éxitos espaciados en auténticas excepciones presenciadas por muy pocos y engrandecidas por el boca a boca mientras prolongaba su presencia en los ruedos alentado por la longevidad taurina de compañeros como Romero o Antoñete hasta más allá de lo que aconsejaba la razón y la salud de sus maltrechas rodillas.

La magia que desprende el torero empieza a superar a su propia realidad aunque él mismo es capaz de materializar su propia utopía con algunas actuaciones que le mantienen de actualidad. Pero los escándalos se alternan con esos breves fogonazos de genialidad que no hacen más que alimentar una leyenda viva. Paula ya era un singular capítulo del Cossío cuando, de puntillas, sin anunciar su marcha, acaba desapareciendo de las puertas de cuadrillas bien entrada la década de los 90.

Los caminos de la bohemia volvieron a rescatar a Rafael de Paula para la primera línea de actualidad. Era una hermosa idea, una bella utopía, pero también una realidad imposible. Morante de la Puebla lo convirtió en su apoderado en una temporada idealista en la que nada salió como se había planeado. El de la Puebla despidió con honores al flamante apoderado; era demasiado arte junto. Paula volvió a vestirse de luna nueva.


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