Lamentábamos ayer lo poco que disfrutaremos de la Sala Manuel García a raíz de los mal repartidos recortes en el presupuesto público; peor aún será la añoranza que sentiremos de la ejemplar programación camerística de la Sala Joaquín Turina, tras la retirada de apoyo de la fundación Cajasol.
Afortunadamente la sequía se verá parcialmente aliviada con los excelentes solistas y conjuntos que han florecido en la ciudad en los últimos años, de lo que el concierto de anoche fue una clara muestra.
El gran sacerdote, junto a Cristóbal Halffter, de nuestra música actual, Luis de Pablo, justificó con compromisos de última hora su ausencia como introductor de su obra. Anatomías evidencia la madurez creativa del veterano autor, que aunque anclado en lo clásico, exhibe gran austeridad y una especial preocupación por timbres y matices, algo perfectamente asimilado por el grupo, una viola solista brillantemente defendida por la joven Marie Teresa Nawara, y un conjunto de metales que siguió con gran precisión y dominio técnico las indicaciones coreografiadas por Juan García Rodríguez.
Pero lo más sensacional llegó de las manos (diez prodigiosos dedos), del pianista Óscar Martín, más maduro y a la vez apasionado que nunca, responsable en solitario del Ravel elegido para finalizar el ciclo que ha recorrido desde febrero la música francesa del siglo XX. Tras unos breves Preludio y Menuet sur le nom de Haydn, rendidos a la evocación y la ensoñación, Martín se sumergió en un Gaspard de la Nuit mágico y fantasioso (Ondine), pausado pero trágico (La horca) y absolutamente endiablado (Scarbo), haciendo gala de una excelente precisión y de un nivel técnico inmejorable; pura exhibición emocional de una música irrepetible.