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Actualizado: 25 feb 2017 / 10:07 h.
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Descubrir que a tan solo cuarenta años luz –a dos paradas de agujero de gusano– hay tres planetas clavaditos a la Tierra es como que te enteres de buenas a primeras de que tienes un hermano en Logroño, fruto de una relación secreta y quién sabe si de un amor más poderoso que el que lo engendró a uno. Me gustaría conocer a esos parientes del cosmos y buscarles el parecido; detectar en ellos rasgos similares a los del mundo que habito. En el encuentro con un hermano desconocido puede uno maravillarse de ver que tiene los mismos ojos de la familia, o los mismos labios, o el mismo tic en la nariz, o la misma afición a los adverbios; así que tal vez esas otras Tierras del Logroño galáctico tengan cosas que nos pertenecen y que hasta ahora habíamos admirado con cierto altanero sentido de la propiedad: puestas de sol, cumbres borrascosas, playas de aguas turquesas y arenas blancas de granos vaporosos y ardientes. Tres planetas iguales, nada menos, juntos en plan familia numerosa. ¿Y si resulta que la aventura, la canita al aire, fuimos nosotros? ¿Y si el presunto plan de la Creación no iba con nosotros, sino con ellos? ¿Y si la madre Tierra no es más que la otra, la querida, el ligue de una noche de big bang? Encuentro que hay algo muy hermoso en no ser los elegidos. Algo que exime de ciertas responsabilidades atroces y que ofrece, en cambio, otras nuevas, más esperanzadoras, más sensatas y apacibles. Es bonito pensar que Dios no para de enamorarse. Solo nos salvará que allá arriba tengamos familia. Y si ni siquiera eso nos sirve de nada, dada nuestra afición a destruirnos, al menos consuela saber que tenemos a quiénes dejar nuestros libros. Quién sabe si, algún día, estos los salvarán a ellos.