Aquellas vacaciones en Arahal

No se hablaban, aun durmiendo en camas solo separadas por metro y medio. Yo dormía en un colchón de borra en el suelo, entre las dos camas, y cuando el barbero empezaba a contar sus batallitas, el camarero resoplaba

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
22 jul 2016 / 23:26 h - Actualizado: 22 jul 2016 / 21:10 h.
"Desvariando"

En esta época del año es inevitable que me acuerde de Arahal, mi pueblo, donde pasaba los veranos, en casa de tres tíos solteros que eran hermanos de mi padre. Era una casita que aún está en la calle San Eutropio, en los trascorrales de la calle San Antonio, cerca de El Ruedo. Una vivienda de no más de veinte metros cuadrados en dos plantas, con una habitación en la de abajo y otra en la de arriba, además de un cuartillo donde había una tinaja de aceitunas para el año y, a veces, una garrafa de aceite de oliva. En la habitación de abajo, la de mi tía Rosario la Serena, solo había una cama y una cómoda antigua, presidiéndolo todo una gran fotografía de mi abuela Dolores, que era guapísima, una mujer elegante, de la calle Dorado. Esa fotografía está hoy en mi casa, con su marco de la época, de cuando aún toreaba Joselito el Gallo y cantaba Manuel Torres. Mis dos tíos eran, uno barbero, Manuel, y el otro camarero, Antonio, distintos uno del otro como la noche del día. El barbero era fantástico, un contador de historias que solo se las creía él. El camarero era flamenco, aficionado al cante de Manuel Vallejo, su ídolo. No se hablaban, aun durmiendo en camas solo separadas por metro y medio. Yo dormía en un colchón de borra en el suelo, entre las dos camas, y cuando el barbero empezaba a contar sus batallitas, el camarero resoplaba. Y así me dormía, con las historietas de mi tío Manolo y los resoplidos del Chacho Antonio.

La primera en levantarse, al amanecer, era mi tía Rosario, que preparaba unas tostadas con aceite de oliva y una cafetera de café. Cuando se iban, mi tía se arreglaba el pelo, con un rodete adornado con una moña de jazmines, se ponía un delantal y me pedía siempre que la acompañara a la plaza de abastos, algo que me gustaba porque era un acontecimiento verla andar por la calle Morón abajo, saludando a todo el mundo y presumiendo de sobrino. «Este es de mi Pepe», solía decir con orgullo. «Se parece a su madre», decían todos, y mi tía asentía con la cabeza, aunque señalaba que andaba como mi padre, con los pies abiertos. Cuando entraba en la plaza, Rosario la Serena recorría los puestos buscando el muslo de gallina y la verdura, regateando mejor que Amancio y abriendo el monedero para ver hasta dónde podía llegar ese día, que casi nunca le alcanzaba para llenar la cesta. «Este muslito de pollo es para tu tío Antonio, que es el más delicao», decía a veces, cuando el monedero reventaba.

Algunos días, al regresar nos llegábamos a la tienda de La Pandera, en la calle Óleo esquina a Dorado, donde vendían unos arenques exquisitos y unos dulces caseros que me chiflaban. Enfrente, cerca de la casa donde nací, vendían morcillas de asadura, unas embuchadas tan gordas como mazorcas de maíz, que echo mucho de menos. Y antes de regresar a San Eutropio, casi siempre entrábamos en la casa donde nació mi padre, en la calle Dorado, para saludar a mi tía abuela Rosarito Ponce, que solía sentarse en el patio en una hamaca, con su pelo recogido en un rodete también coronado con una generosa moña de jazmines del jazmín de la casa. Esa era la hermosa rutina de cada día en Arahal, en verano, cuando Palomares quedaba tan lejos como queda hoy Barcelona.

Me encantaba ir cada noche a uno de los dos cines de verano que había, porque iba gratis y, sobre todo, porque amaba el cine. Recuerdo el albero recién regado y el puesto de chucherías, y al vendedor de higos chumbos o de altramuces. Y si una noche iba Rosa la de la Pandera, una niña por la que bebía los vientos y lo que hiciera falta, porque tenía unas pecas irresistibles, deseaba que la película durara hasta el amanecer, aunque fuera tediosa. Hace ya justamente medio siglo de eso, pero lo recuerdo con una memoria fotográfica, como todo lo que viví en aquellos años, los de la inocencia. Arahal era entonces un pueblo tranquilo y rara era la calle en la que no tenía familia, así que si al salir del cine había gresca, porque algunos salían emulando a John Wayne o a Alan Ladd, siempre tenía donde refugiarme si las pistolas echaban humo o algún cuatrero destrozaba el piano del salón para impresionar a alguna bella bailarina.

Creo que si hoy me gusta contar historias es, en parte, por aquellos veranos en Arahal, por las fabulaciones de mi tío el barbero, que era un narrador increíble, con una imaginación fuera de lo común. Me gustaba más cuando inventaba que cuando contaba historias reales del pueblo. Era un barbero sin barbería propia, que ayudaba en la que tuvo El Cojo Daza en la calle Pozo Dulce. Las barberías de los pueblos eran verdaderas escuelas de contadores de historias, unas tristes y otras alegres, algunas románticas o de desamor. El Cojo Daza era renco de verdad y cantaba como Dios los fandangos de Cepero o de Pepe Pinto. Algunos lugareños iban a pelarse o a afeitarse solo por escucharlo cantar o hablar del cante. Y cuando se enredaba era mi tío Manolo el que pelaba y afeitaba, que lo hacía como pelaban entonces los barberos de los pueblos, sin ninguna prisa.

Dos meses en Arahal eran una eternidad. El día que mi tío Antonio me llevaba a Los Tres Gatos para dejarme subido en el autobús o en aquellos coches grandes y negros que iban cada día a Sevilla, lloraba desconsoladamente porque sabía que no los volvería a ver hasta el verano siguiente. Iba llorando hasta Alcalá de Guadaíra y al llegar a Sevilla, a la estación de El Prado, lloraba de nuevo al ver a mi madre enlutada esperándome para llevarme a Palomares del Río, a Cuatro Vientos, donde me aguardaban mi abuelo y mis hermanos impacientes por ver qué traía en el canasto, que casi siempre eran morcillas de asadura de La Camacha, dulces caseros de La Pandera o huevos frescos de Carmen la Serena.

Mi abuelo Manuel me olía como queriendo recordar el perfume de los olivos, de los que dejó en los años cincuenta para irse a Palomares buscando otros olivares y los últimos sueños. Y mi madre me miraba los bajos de los pantalones como preguntándose de dónde iba a sacar para otros, porque había crecido en Arahal al menos una cuarta.