Mientras escribo estas líneas tomo un café cortado (descafeinado) y miro alrededor intentando descubrir detalles de las vidas ajenas. Cosas de escritor. Que nadie piense que nuestra capacidad de fabulación no tiene que ver con la propia realidad, con las cosas que nos encontramos a diario o nos cuentan. Nadie puede contar lo que no sabe.
Una joven tira de su maleta roja, brillante y exagerada, sin ninguna convicción. Debe estar dejando atrás algo importante o tal vez le espera algo o alguien que no tiene hueco en su vida, pero arrastra la maleta, que tiene pinta de haber salido de una tienda barata. Los recuerdos y la incertidumbre pesan mucho.
El camarero se afana en recoger las mesas que ya están vacías. Cada movimiento es mecánico, sordo, triste. No sé para qué queremos inventar tanto robot. Una mujer le pregunta algo. No lo puedo escuchar. Él contesta sin mirar a la anciana que le reprocha su mala educación, pero antes de levantarse recoge el cambio y deja unas monedas de propina.
Se acerca un joven y me dice que no quiere dinero, que puedo ir con él a la farmacia para que compruebe que quiere comprar algunas medicinas. Tengo un enfisema pulmonar, me dice. En realidad, dice efisema, sin la ene. Sé que está mintiendo porque no iré a comprobar nada y me habré quedado sin saber la verdad. Si cuela, cuela. Le doy un par de monedas, pero un gesto que debería tener algo de bueno, algo que me hiciera sentir bien, me parece un verdadero asco. Porque no le doy un billete y porque me engaña.
La vida está llena de peros, de nuestras contradicciones. No tenemos remedio.