Cuando Sevilla era América

Si la ciudad no hubiera olvidado su papel en la colonización de América estaría a brazo partido preparando la efemérides

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08 jul 2017 / 22:18 h - Actualizado: 08 jul 2017 / 22:18 h.
"La memoria del olvido"
  • El Archivo de Indias de Sevilla. / José Luis Montero
    El Archivo de Indias de Sevilla. / José Luis Montero

Si una de las consecuencias de la decadencia de Sevilla en el siglo XVIII no hubiese sido la del olvido del papel desempeñado por ella misma en el primer siglo y medio de la colonización americana, la próxima conmemoración de la primera vez que unos seres humanos circunvalaron el planeta en el que vivían no estaría esperando a que alguien la pusiera en marcha unos meses antes de cumplirse los 500 años de la partida de aquellas naves sino que, como sucede con todo aquello que es valorado colectivamente, la ciudad estaría hecha un brazo de mar preparando la efemérides porque, para algunos, puede que el hecho no sea más que algo parecido a la conquista de un récord deportivo pero para una Sevilla con memoria sería la celebración de la época en la que fue vértice de la Historia.

Sin embargo, esa época se le ha nublado y apenas si conserva recuerdos de ella y de los hombres y mujeres que la vivieron. Por ejemplo, ya no sabe que Américo Vespucio fue un sevillano más, llegado aquí antes de 1992, con nacionalidad castellana y que se casó en el Palacio de las Dueñas, entonces propiedad de los Pineda, un hombre más de los de la mar, pintados por Alejo Fernández bajo la Virgen de los Mareantes, del Alcázar.

Vespucio es el paradigma porque, al llevar América su nombre (él fue quien se atrevió a afirmar que aquello era un continente) en Italia hubo quien fue capaz de apropiarse de la gesta sin que, desde aquí nadie respondiera. Recuerdo un eslogan publicitario de Alitalia que, al principio de los años sesenta, decía: «Vuele a América con el pueblo que la descubrió», sin contar la pugna de Génova por montar la Exposición Universal de 1992.

Pero lo cierto es que, demagogias y desmemorias aparte, todo fue entonces sevillano o pasado por Sevilla en las tierras recién descubiertas, desde la cartografía que iba, poco a poco, dibujando los contornos y los accidentes geográficos de un continente, ignoto hasta entonces, hasta la autoridad eclesiástica pues los límites de la la archidiócesis hispalense sobrepasaban sobradamente el ecuador. En Sevilla se alzaban la Casa de Contratación, con el monopolio de cuanto iba y venía de uno a otro lado, la Escuela de Pilotos y Cartógrafos, el Almirantazgo... En Sevilla se dirimían los pleitos de mercaderes y administraciones.

De la Casa de Contratación salía todo, absolutamente todo, lo que iba uniendo las tierras de allá y de acá y modelando los cánones de la nueva cultura que contendría elementos de uno y otro lado en los más diversos campos del saber.

Y, al mismo tiempo, mucho de lo sevillano comenzaba a ser, de alguna manera, americano o, lo que es lo mismo: cada vez eran más las cosas relacionadas con las tierras con las que se topó Colón queriendo ir hacia Cipango, o sea, Japón. Sevilla, como decía la inscripción de la Puerta de la Macarena, de extremo del mundo había pasado a ser el centro donde el viejo y el nuevo se encontraban: aquí estaba el principio y el fin de la Tierra.

Fue eso lo que hizo de Sevilla –y aunque ello no haya sido resaltado y tan siquiera señalado– una ciudad más de las forjaron el Renacimiento.

Científicos, arquitectos, pintores, escultores, profesionales de artesanías suntuarias, intelectuales... de todas las tierras de España y de muchos países se asentaban en una urbe que no dejaba de crecer y que modificaba el viejo caserío mudéjar introduciendo en él los mismos elementos renacentistas que se enumeraban en libros y tratados coleccionados con dedicación en la biblioteca de don Hernando Colón, el hijo del Almirante, o presentados y discutidos en las tertulias de los Ribera, los que habían usado la fuerza del Consulado de los Genoveses para hacerse traer desde la ciudad italiana los magníficos sepulcros que guardan sus restos en la sala capitular de la Cartuja de Santa María de las Cuevas.

La expedición de Magallanes no se organizó en Sevilla sólo porque de su puerto partieran las naves hacia el otro lado del Atlántico. Se organizó porque era en Sevilla donde existía el clima propicio para enhebrar proyectos que transformaban el orbe y marcaban una mella indeleble en la vida del planeta.

La primera circunvalación a la Tierra podría haber sido promovida por los portugueses, que habían abierto, mucho antes de los viajes colombinos, la ruta hacia Asia doblando el cabo de Buena Esperanza. El mismo Magallanes era portugués y lo había intentado allí. Tampoco aquí la Corte se mostró muy partidaria de iniciar esa aventura y tuvo que ser lo que hoy llamaríamos «iniciativa privada» la que pusiera en marcha la expedición. Pero ésa sólo podía existir en una ciudad donde se discutía abiertamente sobre las ideas de Erasmo de Rotterdam, donde aun no se tenía miedo escribir, como escribió Américo: «Tengo en poca estima las cosas del cielo e, incluso, estoy cerca de negarlas», los cánones artísticos cristianos se mezclaban por igual con los paganos de la cultura greco-romana, como en esas tumbas de los Ribera o con los arábigos para hacer de la Giralda una torre única y, en Santiponce, unos frailes preparaban la traducción de la Biblia al castellano.

Si Sevilla fuera consciente de que, por más de ciento cincuenta años fue la sucesora de Florencia y Venecia y la antecesora de Amsterdam, habría puesto ya manos a la obra en la tarea de la celebración del hecho trascendental de ese periodo. No lo hace porque, en un determinado momento, abjuró de su pasado y de su propia grandeza para emprender el camino de la mediocridad. Lo más probable es que así la encuentre 2019.