Del humor y

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23 feb 2018 / 22:16 h - Actualizado: 23 feb 2018 / 22:16 h.

Un amigo viñetista me dijo hace años, y yo lo repito siempre que puedo, que «el humor es una forma de melancolía». Los portugueses llamaron saudade a esa nostalgia tan literaria de lo que nunca se tuvo, que a menudo es una distancia física pero también, muchas veces, un imposible temporal. Y quien siente eso, quien siente así, no tiene más remedio que convertirlo en humor. O eso, o nacionalizarse portugués. La muerte de Forges nos hace echar de menos los chistes que ya nunca escribirá, igual que nos entristecen los cumpleaños del octogenario John Williams pensando que, algún día, cuando se acabe su música, lo único que nos conmoverá ya en una sala de cine será que prohíban la entrada al gremio del celofán. Cuando el hijo de Forges decía anteayer que ahora lo que hay que hacer es no perder la sonrisa, en realidad estaba llorando a moco tendido. En cambio, los que ayer glosaban compungidos y con tono de velatorio los prodigios de Antonio Fraguas, magistralmente resumidos por sus asesores, hoy están ya preparando la barbacoíta de mañana. Me gustan los portugueses porque su tristeza es más solemne que todas las declaraciones políticas con todos sus aspavientos de molde. Se ha muerto Forges, y a mí lo único que se me ocurre es pedir a los gobernantes, a los empresarios, a los banqueros, a todos los españoles, que por favor intenten ser menos forgesianos en lo sucesivo, porque solo de ellos depende que esta ausencia no sea desgarradora. Que tengan más compasión por sus semejantes, más humanidad; que sean más autocríticos y menos despóticos; que dejen de dar tanta risa, porque si no, no tendré más remedio que imaginármelos calvos, con gafas y con bigote. Y viviendo como vivo a 465,2 kilómetros de Lisboa, me temo que no tendría suficiente saudade como para soportarlo.

Un amigo viñetista me dijo hace años, y yo lo repito siempre que puedo, que «el humor es una forma de melancolía». Los portugueses llamaron saudade a esa nostalgia tan literaria de lo que nunca se tuvo, que a menudo es una distancia física pero también, muchas veces, un imposible temporal. Y quien siente eso, quien siente así, no tiene más remedio que convertirlo en humor. O eso, o nacionalizarse portugués. La muerte de Forges nos hace echar de menos los chistes que ya nunca escribirá, igual que nos entristecen los cumpleaños del octogenario John Williams pensando que, algún día, cuando se acabe su música, lo único que nos conmoverá ya en una sala de cine será que prohíban la entrada al gremio del celofán. Cuando el hijo de Forges decía anteayer que ahora lo que hay que hacer es no perder la sonrisa, en realidad estaba llorando a moco tendido. En cambio, los que ayer glosaban compungidos y con tono de velatorio los prodigios de Antonio Fraguas, magistralmente resumidos por sus asesores, hoy están ya preparando la barbacoíta de mañana. Me gustan los portugueses porque su tristeza es más solemne que todas las declaraciones políticas con todos sus aspavientos de molde. Se ha muerto Forges, y a mí lo único que se me ocurre es pedir a los gobernantes, a los empresarios, a los banqueros, a todos los españoles, que por favor intenten ser menos forgesianos en lo sucesivo, porque solo de ellos depende que esta ausencia no sea desgarradora. Que tengan más compasión por sus semejantes, más humanidad; que sean más autocríticos y menos despóticos; que dejen de dar tanta risa, porque si no, no tendré más remedio que imaginármelos calvos, con gafas y con bigote. Y viviendo como vivo a 465,2 kilómetros de Lisboa, me temo que no tendría suficiente saudade como para soportarlo.