El olor del arroz con leche dispara las alarmas como anuncio a una posible preocupación y entre los fogones, se cocina la solución a cualquier tipo de tristeza intuída, la cual se esfuma mientras la leche hierve acompañada de la corteza del limón. La realidad es solo una, el aroma de la alquimia con la canela en rama recuerda al olor de un regazo, redirigiéndola a su infancia, cuando el mundo se centraba entre el pan con nocilla, los payasos de la tele, su pecho y sus brazos. Todo eso aflora desde la cocina, con el almanaque de Santa Angela y los gorriones apostados en el borde de la ventana esperando miguitas de pan, para culpabilizarla de los pocos abrazos que le dedica y que tanto merece. La memoria elige el camino más corto para herir, que diría Rafael Montesinos, y duelen los besos que no se dan, esos que más dolerán cuando no sea posible darlos. Ahora que se ven los toros desde la barrera, reconoce su mérito y su entrega sin condiciones; cuidar de sus nietos para que sus hijas puedan trabajar, llenarles los frigoríficos de tuperwares y ser una especie de hada madrina pendiente de todo y de todos. Y es feliz así, reconociendo por lo bajini que quizás la vida no le dio lo que merecía mientras aprende a manejar el Facebook y le dedica algunas horas a un club de lectura y a sus huesos, nadando en la piscina del barrio intentando reparar el irrefutable paso del tiempo. El día de la madre es un invento comercial, pero no está mal homenajear a la generosidad sin límites, para que nos haga reflexionar por tantos abrazos que les debemos, algunos con olor a arroz con leche.