El cerrojo de la nostalgia

Son dos hermanos y un solo objetivo allí en el horizonte, una meta y un encargo. Son como dos gotas de agua, dos pinceladas de terciopelo, dos seises de luto

09 jul 2017 / 00:05 h - Actualizado: 08 jul 2017 / 20:30 h.
"Real Maestranza"
  • El cerrojo de la nostalgia

Despejan la plaza y mis dudas cada tarde de gloria y milagro. Ellos no saben que siempre que aparecen en mi retina yo recuerdo a mi padre, profundamente. Es la hora del paseíllo, el reloj acaba de hundir sus agujas en el centro del corazón como un par de banderillas se clava en todo lo alto del morrillo de la nostalgia. Suena Plaza de la Maestranza, que más que un pasodoble es un repeluco en las mismas entrañas. Miro a mi lado. Sigue faltando mi padre. Hace muchos años que se abonó a la gloria del ruedo del cielo y me dejó este hormigón que, aún en las tardes de «no hay billetes» parece estar sólo, tan vacío que duele.

De repente, delante de mis ojos y sobre el albero que adoro, aparecen ellos, otra vez. Van, como siempre, ordenados y limpios, exactos y sobrecogedoramente serios, como la verdad del toreo. Son como dos gotas de agua, dos pinceladas de terciopelo, como dos seises de luto. Son un par de alguaciles con plumas rojas y blancas, cuatro botas negras, dos representantes de la autoridad a lomos de caballos castaños que brillan como la tarde.

Son dos hermanos y un solo objetivo allí en el horizonte, una meta y un encargo. Van juntos, inseparables, queriéndose sin poder mirarse para decírselo. Dos guardianes del temple al paso. El mosquero baila el pasodoble y el instante le pega pases al corazón. O lo engaña o revienta de felicidad. Paseíllo en la Maestranza.

Mis alguacililllos son hermanos en la sangre y en el ruedo, en el albero, en el callejón y en el carnet de identidad. A pie y a caballo. En el patio y en el coso, en la vida y en la muerte. Son majestuoss y educados, cariñosos y firmes, padres y esposos.

Son amantes de las tradiciones de Sevilla y custodian bajo el ropaje la defensa de la fiesta. Son hermanos, sí, mis alguaciles de la Maestranza son hermanos, hijos de un hombre al que quise, que clavó en Ciudad Jardín el amor a María para siempre y que llevó por calles, caminos y plazas la devoción rociera que habitaba en lo más profundo de su ser. Mis alguacilillos de Sevilla susurran a los caballos –ahora tordos, ahora castaños– y aman las disciplinas ecuestres.

Y siempre que los veo aparecer, juntos, mirando al frente, andando al paso a caballo en el ruedo de la Real Maestranza, siento que ese terciopelo abraza dos corazones grandes, preparados para seguir amando a Sevilla, educados en la sonrisa y el amor, templados y valientes. Se llaman José Joaquín y Javier Zulueta y son para mí algo más que el recuerdo de mi padre. Vienen a ser la llave que abre cada tarde de lágrima y toros, que hace correr, para siempre, el cerrojo de mi nostalgia.