El Corpus

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22 jun 2019 / 09:58 h - Actualizado: 22 jun 2019 / 09:59 h.
  • El Corpus

Hace lustros que no acudía a la festividad del Corpus en Sevilla.

Sin embargo, por avatares del destino, este año decidí acercarme. No en vano, fue un canónigo de la Catedral quien una vez me contara que para él era su mejor día en el año, lleno de exhibicionismo y sonrisas a sus detractores y críticos.

Solo Sevilla podría admitir un cortejo de tres mil quinientas personas; y solo los sevillanos aguantar estoicamente los interminables intervalos de saludos, admoniciones y plegarias reales o fingidas en derredor del invadido por las hordas guiris Centro de nuestra ciudad.

Si hay alguna demostración de que Dios no está en todas partes es este cortejo; pues sin duda con tal derroche, no podría acudir a ningún otro lugar, y lo digo con todo respeto a cualquier convicción o pensamiento plural.

Sevilla administra sus silencios y sus aplausos como ninguna otra urbe en el mundo. Así acaece en La Maestranza, donde los primeros son abrumadores y sitúan a la ciudad muy por delante de Las Ventas u otras plazas de análogas pretensiones.

Son los cosos hispalenses, titulares de tales idénticos despliegues, de forma que las imperdurables tardes están llamadas e imbuidas de ese silencio que Nietsche, describiera como el único sendero de las grandes gestas.

Sucede, no obstante, que nuestra ciudad está perdiendo progresivamente ese don, como ya no se ven mariposas sobre el albero de profundo ocaso de lo amarillo refulgente.

Y es que no hay procesión donde el poder terrenal y el divino no se confundan y entrelacen milagrosamente. Estampas y pasos de reyes, se alternan con santos y santas, unidos lo temporal con lo inmanente. Porque para que esto último se imponga, necesariamente el poder material debe brillar aun raídas sus vestimentas.

Sevilla fue fiel a la realeza, y los cuerpos colgados alrededor de Casa Cornelio asi lo adveran. Sin embargo, también esta ciudad levantó mitos como Pepe Diaz o Vallina, que se negara a jurar por Dios ante un Tribunal, cuando la cárcel era un mérito y un castigo a sus oficiantes. Esta lección debiera haber sido aprendida por los presos del process en la defensa inútil ante un Tribunal y un Presidente de Sala de excepción.

Confieso que me estremecieron las sonrisas hacia mi de conocidos varios en la fila serpenteante; los mismos que impenitentemente vuelvo a cruzar en el real de la Feria. Como aquel canónigo, temo que me bendigan y con ello me lleguen nuevas maldiciones.

En un ciudad que aplaude fervorosamente al Ejército, a la realeza, al clero y donde todos reverencian el lugar al que predestina su estatus en la procesión, solo nos queda recordar al Dios de Spinoza.

Ese Dios en el que creía Einstein y que se encuentra fuera de las Iglesias y de los templos; de los ornatos y simbólicos fajines; de las marchas reales y de los fusiles al aire.

Ese Dios de un filosofo holandés, naturalmente repudiado en su tiempo; como ocultados los vestigios árabes sobre templos enervados por los templos de la Cruz y la Corona.

Ese panteísmo que halla en la naturaleza la huella de lo permanente; el vestigio de la luz y de la sombra, que sin ambos no hay grandeza en la divinidad.

Y asi, mientras observo los pasos, los gozos y la vanidad desbordante de una ciudad que espanta, miro a mi hijo pequeño que me pregunta dónde y cuánto queda para los capirotes y los nazarenos.

Y es que probablemente este es el lugar donde debo estar; en los ojos inocentes desde los que solo se podría atisbar a Spinoza y su Dios de todas las cosas.