En un pueblo de Aragón

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Manuel Bohórquez @BohorquezCas
12 sep 2019 / 08:07 h - Actualizado: 12 sep 2019 / 08:08 h.
"La Tostá"
  • Procesión del Rosario de Cristal, uno de los actos más relevantes de las fiestas del Pilar de Zaragoza. EFE/JAVIER BELVER
    Procesión del Rosario de Cristal, uno de los actos más relevantes de las fiestas del Pilar de Zaragoza. EFE/JAVIER BELVER

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En un pueblo de Aragón de esos que se van quedando sin vecinos, quedaron solo dos, uno de izquierdas y otro de derechas. El marxista leninista era de familia acomodada pero fue siempre un contestatario y un rebelde. El de derechas era hijo de un terrateniente venido a menos. Vivían uno enfrente del otro y se conocían desde niños, pero no se tragaban porque la política los había enfrentado desde que eran mozos. Alberto, el comunista, era un hombre de una gran cultura, lector empedernido y aficionado a la poesía. Faustino, el franquista, era culto pero con escasas inquietudes. Solo le gustaba la caza y tenía amargados a todos los conejos y pájaros del lugar.

Un día a la semana se sentaban en el casino para hablar de política y como no había tabernero se servían ellos mismos. Hablaban mucho de cuando en el pueblo había ambiente, en los años veinte del pasado siglo, con unos cien habitantes. Y casi siempre salían a guantazos, unas peleas interminables porque no había quien los separara. Una vez estuvieron dándose bofetadas todo un día y Alberto, que iba perdiendo, le dijo: “Faustino, si no quieres que te acabe matando para ya, que empiezo a ponerme agresivo y me conozco”. Y Faustino, que había perdido la gorra y las gafas en la trifulca, le espetó: “Pídeme perdón por el daño que le hiciste a mi hermana Isabel, que fue una desgraciada por tu culpa”.

Acabada la pelea, cada uno se metía en su casa a curarse las heridas. Una mañana estaban los dos sentados en sus respectivas puertas, sin hablarse, y llegó al pueblo una monja en bicicleta, de un convento que había en una localidad vecina. Venía a pedirles ayuda porque su mula se había quedado atrapada en una alambrada y estaba sufriendo mucho. Se fueron los dos con la monja y al llegar a donde estaba la mula, ya en las últimas, Faustino comentó que no había nada que hacer, que lo mejor era sacrificarla. “Voy a por la escopeta”, dijo. Alberto, en cambio, dijo que no, que solo tenía arañazos y que se podía salvar al animal quitándoles los alambres con unos alicates.

Fueron los dos al pueblo, uno a por la escopeta y el otro a por las tenazas, y cuando llegaron se encontraron la bicicleta en la cuneta y a la monja montada en la mula camino del pueblo vecino. Se miraron sin hablarse, se fueron andando para el solitario pueblo y al llegar al casino, dijo Faustino: “¿Sabes, Alberto? Ver a la pobre mula herida, desvalida, en la cuneta, y a ti queriendo salvarla me ha conmovido. Creo que tenemos que llevarnos bien, dar ejemplo a los demás de que por encima de las ideologías y las rencillas familiares, somos seres humanos civilizados”. Alberto se emocionó, y le contestó: “Tienes razón, Faustino. No sé a quiénes tenemos que dar ejemplo, porque somos solo tú y yo en el pueblo, pero hay que procurar de llevarnos bien de aquí en adelante”. Faustino le preguntó qué iba a tomar, y le respondió que un refresco. “Pues yo paso de mariconadas; me voy a tomar una copa de coñac”, dijo Faustino. Y Alberto, con cara de rojo, le soltó: “Los fachas siempre tenéis que caer encima”.

Nunca entendí la importancia de esta historia, que me fue contada por un hijo de Alberto hace casi cuarenta años en una taberna del casco antiguo de Zaragoza. “¿Qué fue de ellos?”, le pregunté. “Un día se mataron a garrotazos en el casino. Crearon un partido político y no se pusieron de acuerdo en el nombre”.