Exceso de mobiliario

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01 sep 2017 / 21:52 h - Actualizado: 01 sep 2017 / 21:52 h.

Viendo cómo atiborran de mobiliario urbano las calles del centro de Sevilla por si se le ocurre atentar a algún yihadista con furgoneta blanca, me sobreviene una reflexión bastante estéril sobre la manía que tienen las personas –y, por extensión, sus sociedades– de llenar la casa de chismes cuando se van volviendo viejas. Las parejas jóvenes empiezan con sus ventilados pisitos, a los que les basta un sofá barato, un poto en el rincón y mucha luz por la ventana para ser percibidos como un hogar prometedor; pero a lo largo de los años van acumulando obsesiones y miedos en forma de objetos y cachivaches más o menos inverosímiles, impropios, descontextualizados y totémicos. Incapaces de tirar nada, contemplan perplejos en lo que se han transformado sus otrora lindas casas, ahora convertidas en impracticables y oscuros carromatos de buhonero.

El primer signo de envejecimiento está en el mueble bar, que se colma de enseres como una especie de inútil barricada ante la muerte. El mueble bar de Sevilla, que es su casco antiguo, también se está llenando de mamotretos y chirimbolos, que es como decir de residuos, de manías, de supersticiones, de temores. Puede que no quede mucho para que las almenas del Alcázar las recubran con tapetes de ganchillo. Los jóvenes no pueden permitirse tener miedo a la muerte y viven a sus anchas, que es como están bonitos sus pisos relucientes y como está bonita Sevilla. ¿Y si el yihadista no viene con una furgoneta sino con un vespino? ¿Y si acuden cincuenta mil con una alpargata en la mano? ¿Los vamos a parar con un macetero? Es la alegría lo único que vence al terror. Y las ciudades cada vez están más tristes, más viejas y más feas.