Estamos en el sarpullido de calificar como históricos muchos de los acontecimientos que ocurren. ¿Son realmente históricos o los calificamos así para sentirnos importantes? Pero ¿somos hacedores de historia o meros espectadores? Y ¿hacemos historia o, simplemente, la repetimos?
¡La Historia! ¡Cuánto se ha dicho de ella! La historia magistra vitae, la historia universal, la historia como memoria personal de cada uno, o de un pueblo, un país, una etnia; la historia como partera del sentido y significado de los acontecimientos de la vida. Y ponemos el adjetivo histórico a palabras como encrucijada, crisis, cambio, o a sintagmas como la altura de las circunstancias, los signos de los tiempos, o la heideggeriana unidad entre ser y tiempo en la experiencia humana. ¿Sentimos que no somos naturaleza sino historia, que somos proyección y libertad y no pura animalidad, que somos yo y mundo haciéndose? Yo y mi circunstancia. ¡Sí! Pero añadiendo lo que dijo Ortega: «Y si no la salvo a ella no me salvo yo».
Y aun más ¿tiene trascendencia lo que hacemos, individual, social y políticamente? ¿Se hace historia al destruir puentes y consensos o más bien al crear las condiciones de posibilidad del futuro, al asumir riesgos, y al dar respuesta positiva a los retos, usando de la experiencia y de las habilidades de negociación con creatividad y entusiasmo? Para mal, ya hemos hecho historia demasiadas veces. Si en algún momento se llega a hacer historia para bien, no lo estropeemos y sigamos avanzando esperanzadamente. ¿Se nos entiende?