La Ilustración pendiente

A los ilustrados españoles, con pocas aunque honrosas excepciones, no cabe darles al fin y al cabo otro epíteto que el de «eruditos a la violeta»

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04 feb 2018 / 22:32 h - Actualizado: 04 feb 2018 / 22:32 h.
"La memoria del olvido"
  • José Celestino Mutis, nacido en Cádiz, clasificaría toda la flora de Colombia. / El Correo
    José Celestino Mutis, nacido en Cádiz, clasificaría toda la flora de Colombia. / El Correo

La centuria del setecientos, que sirvió a muchos países europeos para romper con su propio pasado y renacer como estados modernos, aquí acabó en estrepitoso fracaso (y en Andalucía –el centro neurálgico del Imperio– más que en ninguna otra parte). Todo lo nuevo que entonces se realizó –expediciones científicas, inventos o descubrimientos...– fue obra de voluntades individuales o de grupos minúsculos, sin triunfos para sus promotores y sin continuidad posterior.

Generalmente, desde ciertos ámbitos intelectuales progresistas y democráticos se han enaltecido las figuras de muchos de nuestros ilustrados que, durante el XVIII y parte del XIX, pugnaron por reformas modernizadoras, pero esa valoración no puede sino quedarse a una altura muy relativa y, y difícilmente, puede darse a esos personajes una altura ejemplarizante, puesto que, pudiendo haber tenido el poder suficiente para poder cambiar España, no se atrevieron con la empresa ni tampoco dieron origen a corrientes políticas, sociales o culturales capaces de dar paso a los cambios reales. A los ilustrados españoles, con pocas aunque honrosas excepciones, no cabe darles al fin y a cabo otro epíteto que el de «eruditos a la violeta», inventado por José Cadalso con gracia gaditana.

Si la España de Don Rodrigo fue la España perdida hasta 1492 para el conjunto de los que se sentían más cristianos viejos que españoles, la Ilustración perdida fue como otra España perdida para los pocos que se sentían más españoles que cristianos viejos. Ello dio origen a una fantasía que se repitió con el parlamentarismo de Isabel II, con la I República, con el regeneracionismo del 98, y así sucesivamente hasta la Segunda República y aun más acá: aquí uno de los hechos de la oposición franquista moderada fue la fundación de una revista titulada La Ilustración andaluza aunque corriera el año 1976. En uno de los múltiples actos semiclandestinos o semilegales de la Transición, un asistente se atrevió a pedir, ante la perplejidad general, un minuto de silencio por Federico García Lorca y otro por Espronceda.

En España casi nadie ha resaltado –no sé por qué– los logros científicos conseguidos por la ilustración en el poco más de medio siglo en el que se movió realmente. Hubo españoles en la expedición francesa para medir el cuadrante de meridiano terrestre del que surgiría el metro como medida universal, Antonio de Ulloa descubriría el platino, Jorge Juan daría noticias valiosísimas, José Celestino Mutis clasificaría toda la flora de Colombia, la expedición de Malaspina resultaría el mayor viaje naval nunca realizado (a parte de dejar memoria permanente en Seatle y de descubrir la bahía de San Francisco)...

Nada de esto quedó divulgado para la posteridad, posiblemente porque ello hubiera supuesto dejar al descubierto nuestra alianza con la ilustración francesa y, ya se sabe, hasta que comenzaron a nutrir la invasión turística de los años sesenta, los franceses eran nuestros seculares enemigos. El Siglo de las Luces se hizo carne del oscurantismo que habitó entre nosotros hasta hace muy poco y lo que muchos pedían todavía en la Transición Democrática era, en el fondo, libertad para aquella erudición de nuestros ilustrados, la libertad del librepensamiento que faltó a nuestros liberales del XIX, obligados –aun después de muertos– a enterrarse religiosamente aunque hubieran pedido, como buenos liberales elitistas, un sepelio laico.

Ni siquiera la erudición a la violeta puede tomarse como una simple anécdota: el fracaso del liberalismo ilustrado significó el triunfo de un nacional–catolicismo omnipresente que produjo la descomposición interna, arrastrada penosamente a lo largo del XIX y agravada con la derrota posterior del progreso en las sucesivas crisis posteriores.

Por eso, del visto y no visto intermedio de la I República, quizás sea mejor ni hablar como no se dedique ese esfuerzo a dejar consignado que allí hubo un primer atisbo de la heterogeneidad territorial posterior. La I República pasó como la luz de un relámpago y, tras ella, la llamada Restauración no sólo estuvo referida a la monarquía sino a casi todo lo vetusto que había existido con anterioridad. Tan sólo los incipientes partidos y organizaciones obreras (en un país con un minúsculo proletariado industrial) se opusieron a aquello de manera desordenada y, casi siempre, desde la clandestinidad o la ilegalidad.

En la Universidad siguieron dominando un escolasticismo banalizado y los métodos inquisitoriales; prueba de ello es que la única institución educacional laica, la Institución Libre de Enseñanza, tuvo que nacer de la expulsión de la Universidad sufrida por profesores de mentalidad abierta. Los triunfos de la Institución –brillando después en los Machado, Juan Ramón, García Lorca, Buñuel, Dalí o, incluso, mucho después en De la Quadra Salcedo– ocultaron que los expulsados de sus cátedras no hicieron otra cosa que buscarse la vida, digna y valientemente, abriendo una academia.

La dictadura de Franco volvió a dejar la Ilustración como asignatura pendiente, como un sueño que, reproduciéndose cada vez más como sueño viejo, fue convirtiéndose en un fenómeno que impidió la apertura a nuevas ideas. Y así hasta hoy donde la esclerosis de la Ilustración pendiente es la quincalla con la que se han fundido el republicanismo sedicente de una izquierda desnortada y el supremacismo que subyace en el independentismo catalán. La reivindicación de una Cataluña independiente cada vez se me asemeja más al minuto de silencio por Espronceda.