Las gaviotas de Oporto

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Álvaro Romero @aromerobernal1
27 feb 2017 / 22:13 h - Actualizado: 27 feb 2017 / 22:14 h.
"Viéndolas venir"

En los atardeceres de Oporto, una de esas grandes capitales de la Europa olvidada de sí misma, graznan las gaviotas con la saudade antigua de sobrevolar el fin del mundo. Hemos visitado estas vísperas del Día de Andalucía la desembocadura del Duero y hemos vuelto a sentir en la tierra de Eça de Queirós los versos de nuestro Gerardo Diego: «Quién pudiera como tú, / a la vez quieto y en marcha, / cantar siempre el mismo verso / pero con distinta agua». Al regresar a Sevilla, vislumbramos esa otra grieta en la tierra que abre nuestro Guadalquivir para desembocar en el mismo océano, el mismo mar a donde estamos todos destinados, hombres y ríos. Y el ir y venir por tierras distintas con los mismos afanes de sus gentes –vivir, soñar, tal vez ser feliz–, con distintos ríos desembocando de la misma falsa manera, lo hace a uno consciente de esa vida crónica de las viejas ciudades –del viejo mundo– frente a nuestra vida limitadísima de seres arrojados por un instante a la eternidad del universo que apenas nos da oportunidades cuando nos ha recogido para siempre.

Las gaviotas atlánticas graznan con la misma saudade que lo hacían cuando se creía que ese mar no terminaba jamás; la brisa empuja el Duero con el mismo remanso que cuando alguien pensó, hace milenios, que todas sus aguas terminarían, lentamente, por derramarse en el Atlántico; las fachadas decimonónicas de celestes azulejos acumulan ya la suciedad sempiterna de una ciudad con encanto, de esos hechizos urbanos –confabulación histórica– por los que no terminamos de descubrir la ficción, la única verdad de que somos nosotros los únicos que nos vamos, como nos ha dejado en lección vital ese Pablo Ráez recién fugado al otro lado: «La muerte no es triste, lo triste es no saber vivir». Deberíamos aprender de Pessoa: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada. / Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo».