Cuando salgas el próximo Domingo para iniciar tu recorrido por eso que algunos cronistas llaman el día del gozo, no ames las imágenes que ves, no admires las túnicas y mantos burdeos que arropan Vírgenes y Señores; no veneres insignias y cruces resonando por las calles al reposar el alba.

Cuando inicies tu sendero hacia la Semana Santa, no te persignes ante las túnicas moradas ni las palmas o sones de marchas ignotas. Ni siquiera arremetas contra el frío de la noche o de la madrugada: no te quejes de la dictadura de Cabildos o Consejos de Cofradías o párrocos fundidos en la burocracia sobre eso que llaman la arquitectura de Dios, que nunca se construyó sobre una Iglesia, como no hubo Iglesia que no edificara alguien como tu.

Cuando veas recorrer a familias con los ojos iluminados y los pies destrozados en ese camino que tu solías hacia el Centro, ahora usurpado por guiris que alimentan el hambre de una ciudad purulenta, prescinde de los símbolos y de la ostentación y proclama y venera la inmensa verdad de sus auténticos héroes, que son como tu.

Cuando llegues al destino de ese programa de mano raído y siempre inexacto, pero que será como tu guía por la existencia, no imites a la muchedumbre y deja ese cilindro que graba lo que te estás personalmente perdiendo. No deslumbres con esa luz radiactiva la otra luz y el otro color de aquel que llaman Cristo emergiendo por puertas y balcones, donde ya no moran aquellos a quienes amaste. El no está sobre ese paso, sino sobre todo lo que te rodea y esas sombras y ese olor a veces incluso inmundo que se eleva sobre los antiguos faros y candelabros cuando ya solo hay vaho y niebla.

Cuando en fin inicies esta tu Semana Santa, venera a los héroes que la hicieron posible. A tus padres y abuelos que te guiaron de la mano a ver aquella Esperanza de Triana rodeada de unos pocos emergiendo de entre la lluvia por la Magdalena; o a la Macarena también entre sollozos por la calle Parras camino de la que fuera infernal calle San Luis o Plaza del Pumarejo.

Cuando cojas la mano de ese niño que suspira y lo deja todo al escuchar el eco de esos tambores, recuerda la que cogió la tuya y cómo te acariciaba, porque sigue ahí, asiéndote cuando la bruma empiece a inundarlo todo, hasta cubrirte. Ama a quienes se levantan a las cuatro o acaban su trabajo a las dos por solo que te vislumbres en esos adoquines húmedos como espejos de ateos o agnósticos. Y no expreses ninguna queja o lamento, sino proclama la inmensa verdad que encierra el olor nauseabundo de la multitud apiñada en el metro de los exiliados de Triana o del Casco Histórico vencido y ocupado, y que guardan como tesoros bocadillos o bebidas en bolsas de supermercados que anuncian la enésima reconversión y paro de esta ciudad sumisa y enferma.

Cuando te acerques por el Puente a esa visión intemporal y casi fantasmagórica de tu ciudad, no olvides a quienes construyeron las imágenes; algunos ellos víctimas y presidiarios, que fueron capaces de pintarse y modelarse a si mismos en las efigies de los Cristos de la muerte. Prescinde de los fajines y de las joyas; casi todas ellas son el perdón imposible de quienes ganaron, el inútil ornato ante quienes se yerguen frente al infortunio.

Recuerda que al igual que la Cabalgata de Reyes, cada año, cada Abril, la Semana Santa de Sevilla es un monumento a la vida y a la muerte. Un memorial hacia quienes te la mostraron cómo era entonces; y un decálogo de tu aprendizaje hacia quienes tu acompañas en esa misma ruta de quienes ya no hallan quienes les visiten en sus tumbas.

Maldice a los cronistas pedantes del ripio sobre la nada; a los sacerdotes que se pavonean ahora sí con los alzacuellos, como el anillo de San Pedro, que el propio Papa denosta orgullosamente al retirar su mano.

Deja artilugios e inventos japoneses, alza tu vista hacia la luz, ese sol de tu infancia. Ama el chirrido de esas escaleras mecánicas que hacen el milagro para quienes ya no pueden casi caminar. Y bendice el corazón de quienes retransmiten para los ojos ciegos y los miembros tullidos, la entrada o salida de aquella Hermandad de la que hablaba tu padre incluso en su lecho de muerte. En el aplauso está el de ellos también.

Ama a todos aquellos que por un dia son capaces de rezar contra el infortunio; que saben que no saldrán nunca en las noticias; ora, en fin, por todos los que sabemos que mañana no será mejor y por seguir en la fe de que las ausencias tal vez alguna vez fueron presencias.

Ama a los que no alcanzarán a tocar el paso, que ya hasta las vallas municipales lo han hecho tarea imposible; a los que no ostentarán ninguna vara de mando. Ama a los que alzan con su cuello el paso porque ellos sí que son los alzacuellos de Dios; el eterno olvido; la legión del fracaso; los malditos desgarrados que no recibirán nunca una medalla.

Esos que se aseguran de que sus manos serán el asidero de las de sus hijos cuando los recuerden en ese minuto ante la marcha de los Campanilleros. Dí con todas tus fuerzas que eres el paria al que Cristo sonrió un día de esa Semana Santa que no volverá, porque sólo tu eres Dios y Dios está contigo.