Viéndolas venir

Los niños y las niñas lo miran todo

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Álvaro Romero @aromerobernal1
19 ene 2019 / 10:53 h - Actualizado: 19 ene 2019 / 11:49 h.
"Viéndolas venir"

Las maquinillas para que los machos de toda la vida nos afeitemos la barba, la Guillette cuyo lema más recordado era “lo mejor para el hombre”, acaban de suscitar una polémica tan sorprendente como triste por sugerir que lo mejor es que seamos hombres del siglo XXI y no del Cromañón. El anuncio publicitario que las promociona desde el pasado domingo parece habernos clasificado a los varones en dos tipos: machotes y sensibles, por resumir. Y lo que más ha escocido, a la vista de las brutales críticas que ha merecido el spot, es que ha acertado de pleno, y que más hombres de los que pensamos se han sentido dolidos porque ellos se consideran a sí mismos más machotes que sensibles. La empresa norteamericana, que ha dado un paso más allá del mero pregón para vender su producto, debe de estar tranquila porque, al fin y al cabo, la mayor parte de su clientela no es que usen sus maquinillas para afeitarse la barba, pues desde la liberación femenina hace ya tanto hasta el concepto de metrosexualidad, hace siglos que los usuarios de Guillette no son esos osos que cuanto más feos más hermosos.

Pero el debate suscitado a raíz de la viril indignación por el anuncio es más profundo. Sobre todo porque la historia de la masculinidad ha sido también la historia de su rasurado, no solo por razones de inteligencia genética que acabaron por restar pelambrera a los machos que empezaron a vestirse, sino por razones culturales que terminaron confeccionando la masculinidad al gusto de las mujeres, y curiosamente no por iniciativa de estas, sino por necesidad argumental de la imagen que los hombres poderosos habían construido artificialmente de ellas. Cuando digo poderosos quiero decir nobles. Y cuando digo nobles quiero decir artistas. Cuando el humanista italiano Baltasar Castiglione publicó El cortesano, en 1528, del que surgiría la nueva necesidad de que el macho renacentista había de ser ya tan habilidoso con la espada como con la pluma, un español aterrizado en Italia como Garcilaso de la Vega -o Juan Boscán, que tradujo la obra al castellano- daba ya muestras de haber aprendido la lección, pues el hecho de morir asaltando una muralla no le impidió revolucionar la poesía castellana con el novedoso endecasílabo ni contar en églogas pastoriles su propio drama de verdadero enamorado de una portuguesa que no era su mujer. Y como él, otros tantos artistas cuyo privilegio no era solo el de ser nobles, sino el de haber cambiado el paradigma de macho ibérico por el del macho que la modernidad del siglo XVI iba exigiendo a los primeros europeos que descubrieron que el mundo era redondo y que, aunque las mujeres que ellos habían idealizado -todas blanquísimas y rubísimas, de melenas al viento- no se parecían demasiado a las mujeres reales, lo mismo era cuestión de comenzar a trabajar la coherencia entre sus obras de ficción y la relación con sus compañeras de la vida real. De modo que cuando Alonso Quijano prefiere zambullirse a vivir en la vida donde existe Dulcinea del Toboso que en la de la criadora de puercos Aldonza Lorenzo su locura no es un retraso mental de Don Quijote sino un ejemplo de adelanto a su propia época por la que un hombre, caballero andante por voluntad propia, se convierte en un idealista que sabe que el mundo no empieza a cambiar sino en la activa imaginación individual, como bien supieron interpretar ya los románticos, aunque dos siglos después. La verdadera evolución del ser humano no tiene prisa, pero va llegando. Y los más primitivos vestigios de igualdad en la mujer, de individualismo e independencia femeninos, no surgieron en la vida real sino en el arte, y fue la vida real la que tomó como referente al arte para actuar en consecuencia. Lo mismo pasó con el séptimo arte en el siglo XX. Fue el cine quien nos enseñó a los hombres a besar en condiciones.

El anuncio de Guillette da el protagonismo a los hombres que no babean detrás de una mujer para cogerle el culo, sino que prefieren preservar su libertad de ciudadanas por la calle; a los hombres que separan a los niños en una pelea porque no es más hombre quien pega más fuerte, sino quien consigue hacer las paces más firmemente; a los que no tratan de traducir lo que una compañera quiere decir porque ella sabe explicarse con precisión; a los que no educan a sus hijas como princesas vulnerables sino como reinas de su infinita capacidad de elección en un mundo que sueñan en absoluta igualdad entre los seres humanos, tengan lo que tengan entre las piernas, decidan lo que decidan tener. El anuncio, que trata de vender maquinillas de afeitar al fin y al cabo, se esperanza en estos hombres que en muchos casos son futuribles, porque están por construir. Pero sabe, como sabemos quienes sabemos Historia, que esos hombres del mañana son los niños que hoy nos miran. Y ya sabemos que los niños lo miran todo. Y las niñas.

Sería muy triste que mañana nos mirasen por encima del hombro, y de la historia en que no supimos acompañarlos. Porque entonces no podremos volver atrás, como le dejó escrito José Agustín Goytisolo a su hija Julia, “porque la vida ya te empuja / como un aullido interminable”. Pues eso.