Los datos macroeconómicos ponen de manifiesto que España comienza a salir de la grave crisis económica que hemos tenido que soportar durante la última década, pero también que la salida que se está produciendo y la riqueza que se está generando ni llega a la inmensa mayoría de la sociedad, ni parece que por sí solo vaya a llegar. No es casual, las decisiones que se han venido tomando durante la crisis no solo pretendían hacer recaer íntegramente sus consecuencias sobre la mayoría de la sociedad mientras ésta durara, sino que estaban concebidas y diseñadas para impedir que los sectores más castigados por la misma pudieran disputar una redistribución más justa coincidiendo con su salida.
Cabe igualmente señalar que las citadas medidas incluían las de dinamitar los instrumentos de intervención social, con la clara intención de inhabilitarlos o dificultar extraordinariamente su papel como interlocutores capaces de disputar en estos momentos un reparto más social del crecimiento y la riqueza. Entre los instrumentos a inhabilitar se encuentran los sindicatos, que si bien no son los únicos, sí ocupan un lugar preferente. Negarlo solo sería posible desde una posición cínicamente interesada o de miopes con necesidad de tratamiento.
Por cierto, no podemos dejar de señalar que cuando estábamos finalizando de redactar estas líneas llegó a nuestro poder un interesante artículo publicado en un prestigioso diario digital español, que bajo el titulo La derecha se organiza para propinar un golpe económico decisivo a los sindicatos en EEUU informa que The Guardian ha tenido acceso a unos documentos secretos de think tanks conservadores en los que se planifica una campaña nacional para convencer a los miembros de los sindicatos que dejen de pagar sus cuotas. Otros confines, pero ninguna casualidad.
A las organizaciones sindicales se les achaca de todo, y no es que pensemos que sean infalibles, que no tengan déficit y carencias o que no hayan cometido errores, sino que se les imputan infinidad de cosas que a fuerza de repetirse machaconamente parecen haberse convertido en verdades absolutas, o se les atribuyen responsabilidades que en muchos casos incluso transcienden las funciones propias que como sindicatos les corresponden. No nos sorprende en absoluto, la inquina contra los sindicatos de clase es directamente proporcional al nivel de preocupación que despiertan entre quienes conforman el núcleo duro de poder político y económico en nuestro país. La irrelevancia no se combate, sencillamente se obvia.
Aunque en absoluto es para estar satisfechos, poco importa que ninguna otra fuerza política o social se aproxime, ni de lejos, al cerca del millón de afiliados y afiliadas que por separado tienen cada una de las organizaciones de CCOO y UGT; para que de cualquier manera se siente cátedra sobre la debilidad afiliativa de los sindicatos. Como tampoco importa que ambas organizaciones revaliden su representatividad ininterrumpidamente desde 1978 y cada cuatro años; entre ambas con cerca de doscientos mil de delegados y delegadas sindicales elegidos directamente por sus compañeros y compañeras en sus respectivos centros de trabajo, en un admirable ejercicio democrático a lo largo y ancho del país, repartidos en todos los sectores productivos; para que de todas formas nieguen su representatividad. Por cierto, un proceso de elecciones que, salvo en el ámbito político, es inexistente en la inmensa mayoría de los espacios relacionados con el resto de interlocutores sociales, por no decir en todos.
Se oculta también que ambos sindicatos negocian y firman miles de convenios colectivos que recogen las condiciones laborales de millones de trabajadores y trabajadoras en España –no sin extraordinarios esfuerzos y dificultades; agravados ahora por las indecentes reformas laborales aprobadas en los últimos años–; única manera de justificar el discurso de la inutilidad e inoperancia en el que tanto empeño ponen. Y lo hacen sin rubor alguno, al mismo tiempo que protegen y omiten señalar a los verdaderos responsables que han socavado y eliminado los instrumentos que garantizaban la protección de los trabajadores y trabajadoras en la negociación colectiva.
Podríamos referirnos a otras muchas cosas relacionadas directamente con la actividad de las organizaciones sindicales en el ámbito laboral –el ámbito genuinamente propio y fundamental de la actividad sindical– aunque las lógicas razones de espacio nos obligan a un último asunto que nos está llamando poderosamente la atención y no podemos dejar de pasar por alto.
Durante años se criticaba al sindicalismo de clase por intervenir en asuntos que transcendían el marco estrictamente laboral, de pronunciarse, revindicar o movilizarse por temas sociales y civiles que afectan a los trabajadores y trabajadoras en su calidad de ciudadanos, y era habitual que se les acusara por ello de politización, en un intento mal disimulado de recluir y arrinconar a los sindicatos en el interior de los centros de trabajo. Ciertamente el sindicalismo de clase estuvo, está y estamos seguros que estará –aunque pueda escocer– en la defensa de una sociedad más justa y más libre; preocupados por el futuro del sistema público de pensiones, de la sanidad y la educación pública, de la igualdad de hombres y mujeres, de la atención a las personas dependientes, del derecho a la vivienda, de los derechos humanos y un largo etcétera. Unas veces acompañando o haciéndose acompañar y otras muchas veces en solitario o con escasos apoyos, tratando de dar respuesta a problemas existentes en la sociedad.
Sin embargo, estamos observando como quienes antes criticaban más activamente eso, ahora, que afortunadamente otros actores sociales irrumpen con una fuerza admirable en la disputa de los derechos arrebatados en la última década y otros que aún se encontraban pendientes de conquistar, buscan permanentemente alentar el enfrentamiento y la división, tratando de realizar ridículas y pueriles comparaciones y cuestionar de paso la capacidad de movilización de los sindicatos, obviando que en la mayoría de las movilizaciones –identificados o no– éstos forman parte de las mismas. Tampoco les interesa reconocer que los sindicatos, que durante mucho tiempo tuvieron que cargar casi en solitario con infinidad de mochilas, hoy se sienten profunda y sinceramente aliviados de compartir el peso con cada vez más colectivos y personas implicadas; conscientes además de que es lo mejor que puede ocurrir para multiplicar las posibilidades de éxito en la defensa de los derechos sociales.
España no ha sido capaz aún de reconocer la verdadera contribución de las organizaciones sindicales a la conquista de las libertades, a la construcción del sistema democrático, a la vertebración social y la conquista de derechos laborales, civiles y sociales. Seguros estamos que nunca pensaron en obtener reconocimiento por ello, lo que no implica que desde esta tribuna de opinión renunciemos a reclamar el respeto que merecen. Buena nota deberían tomar también algunos sectores de la izquierda política, pero eso será para otro momento.
Mientras tanto que nadie se confunda, el sindicalismo de clase renovará su compromiso con la sociedad, especialmente con los sectores sociales a los que más directamente representa, y dependiendo de la materia en cuestión seguirá presente en los espacios socio–políticos; en unos casos asumiendo el mayor protagonismo, en otros acompañados en pie de igualdad y en otras ocasiones acompañando y apoyando a los actores protagonistas