Padres e hijos

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19 nov 2020 / 08:47 h - Actualizado: 19 nov 2020 / 08:49 h.
"Opinión","La vida del revés","Ser padre en el siglo XXI"
  • Padres e hijos

Tengo cincuenta y siete años (casi). Cuatro hijos. Escribo tanto como puedo y leo mucho menos de lo que quisiera.

Mi padre murió hace más de diecisiete años. Ahora tendría noventa y dos. Quería tanto a los suyos que, a veces, le recuerdo haciendo esfuerzos casi ridículos por demostrarlo (sobre todo antes de morir).

Mi hijo Gonzalo tiene veintiséis años. Habla poco. Como todos los que son silenciosos hace lo que quiere sin dar demasiadas pistas. Dentro de la normalidad aunque hace lo que le da la gana. Tiene novia. Ya viven juntos y por su cuenta. Y es muy buen chaval. Eso es lo mejor que puedo decir de él.

Muchos años de diferencia entre abuelo, padre e hijo. Muchos años. En el recuerdo, en la mochila acumulados o por disfrutar. Pero, a fin y a la postre, muchos años.

Pienso en cómo recuerdo a mi padre, en cómo lo recuerda su nieto, en cómo percibo a Gonzalo, en lo que representa para mí, en lo que yo representé para mi padre, en cómo mira el muchacho a su padre, en cómo cree o no en mí.

El mismo problema eterno, la misma cosa que evoluciona hacia un lugar común. Padres e hijos. Incomprensión en su momento y claridad cuando la ausencia queda instalada entre dos. Distancias que van encogiendo poco a poco y se estira un día para hacerse infinita. Héroes que se convierten en villanos y cambian para hacerse referencia que agarras para saber qué hacer ante lo vivido en el costado contrario. Una espiral que comenzó hace miles de años, en la que ya estábamos todos antes de dibujarse el primer milímetro de ella. En la que terminaremos los que empezamos.

Hablo de mi padre para referirme a mí mismo. Igual que hizo él conmigo. Hablaba de mí para descubrirse en mí. Igual que Gonzalo habla de mí para retirarse hasta que tenga que retornar si quiere entender qué demonios es esto de vivir.

Me gustó vestir un traje de chaqueta la primera vez que tuve que acudir a una fiesta elegante. Entre otras cosas porque ese traje era el de mi padre. Hace unos años, Gonzalo tuvo que hacer eso mismo. Quise comprarle su primer traje de chaqueta, pero prefirió llevar puesto uno de su padre, ese gris que te pones cuando tienes que hablar en público y te hace sentir seguro.

Espirales de tela, de modos, de discursos, de esa forma tan extraña de ver las cosas que nos permite convertir una cena de gala en el comedor del auxilio social. Despreciando todo lo que se puede poseer.

Vueltas alocadas a lo que ya fue. Años de diferencia. Vida y muerte. Girando sin parar hasta que todo termine en el mismo lugar.

Un padre excelente, un chaval estupendo, un padre entregado, la rebeldía de la juventud, la inmortalidad sea como tenga que ser y al precio que sea, trajes del mismo tamaño. Confundidos unos con otros. Sin saber a qué o a quién pertenece cada pieza, cada minuto o cada lágrima.

Tal vez esta sea la mejor sensación que un hombre puede experimentar. Saber que siempre lo fue desde que el cosmos lo es. Saber que siempre lo será. Poder vencer a la nada. Padres e hijos.