Pandemónium

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09 jul 2018 / 09:11 h - Actualizado: 09 jul 2018 / 23:30 h.
"Tribuna"

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Eran tres mujeres de color, introducidas a la fuerza en mallas de colores aberrantes y corpiños que parecían sacados de viejos trajes de astronautas. Brillaban las tres a lo lejos como brilla el mar cuando el sol, al nacer, llena de diamantes su quietud. Las vi a lo lejos, sobre las nueve de la mañana del domingo, cuando me adentré con mi motocicleta por la calle Joaquín Costa. Una de ellas estaba sentada en una silla de plástico, muy sucia, y las otras dos se encontraban de pie, justo delante de la puerta de esa casa situada en la esquina de las calles Vulcano y Mata, esa casa en la que tantos incautos, ávidos de falso amor y placer, han saciado sus deseos carnales. Charlaban entre ellas hasta que llegué a su altura. Entonces se volvieron hacia mí, me miraron y me regalaron una expresión que intentaba ser seductora, pero que se quedaba en un grito desesperado de tristeza.

La Alameda de Hércules es El paraíso perdido de John Milton, un lugar ecléctico en el que tres pobres diablas te intentan vender su cuerpo y unos metros más adelante puedes recibir el de Cristo, al final de la calle Peris Mencheta, cuando esta muere en Feria. Allí, en la iglesia de Omnium Sanctorum el Cristo de las Almas te recibe majestuoso, dentro de su capilla, justo al lado de una placa que recuerda que el 14 de abril de 1356 la Hermandad de las Cinco Llagas hizo su primera procesión a los campos extramuros de la ciudad. Es fascinante comprobar que aún faltaba casi un siglo, en concreto noventa y cinco años, para que naciera Cristóbal Colón en Génova y ya había capillitas detrás de los pasos por las calles de Sevilla.

Perderse por las calles que como tentáculos de pulpo rodean a la Alameda es fundirse en el Pandemónium del paraíso perdido. Allí, en cualquier esquina ves a diablos que, como Satanás, piensan que es «mejor reinar en el infierno que servir en el cielo», que es la frase atribuida por Milton al ángel caído, tras ser confinado al Infierno, una vez cayó derrotado en su intento de controlar los Cielos de Dios.

«El mejor partido que nos queda es el de emplear nuestras fuerzas en un secreto designio: el de obtener por medio de la astucia y del artificio lo que la fuerza no ha alcanzado, a fin de que en adelante sepa Dios por lo menos que un enemigo vencido por la fuerza sólo es vencido a medias».

Ese párrafo anterior, perteneciente al clásico de Milton, bien podría ponerse en los labios de ese pobre ángel caído que, sentado en su oxidada y remendada silla de playa, tras dar un trago del vino peleón y caliente que contiene la botella que acaba de dejar en el suelo, mira arrogante a una señora emperifollada que camina por la acera sola, una señora cuyo rostro muestra arrugas que son surcos profundos dejados por el arado de la vida, surcos impasibles ante el maquillaje. Una Eva que perdió a su Adán y que sobrevive en el Pandemónium porque cada día acude puntual a pedir perdón por haber compartido con él la fruta prohibida.

La Alameda es ese lugar alternativo y a la vez arrogante, en el que sus demonios saben que eres un intruso, que no perteneces a la legión de repudiados por Dios, que no has sido reclutado por Satán. Es ese lugar en el que te pueden mirar con asco si preguntas si van a poner el fútbol en la televisión pero en el que sonríen todos complacidos, con ternura, cuando dos perros ladran al pasar uno al lado del otro. Eso sí, si son dos niños jugando y riendo, esos mismos que sonreían complacidos por la música celestial que emitía la pelea canina, les pueden hacer ver a sus padres que esos querubines están quebrando la armonía del Pandemónium.

Así es la Alameda de Hércules y sus calles, un lugar apasionante al que no puedo dejar de ir porque cada vez que voy me da la sensación de que es la primera vez; siempre es la primera vez.

Un lugar en el que mirar hacia los balcones de las casas es una experiencia única. Toda una miríada de sensaciones. Un lugar en el mundo en el que una anciana riega sus geranios como si nada, mientras en el balcón de al lado, del que cuelga orgullosa una bandera arcoíris, dos ángeles caídos, barbudos y musculosos, se besan apasionadamente. Un lugar en el que la vida cotidiana parece no existir. Un mundo irreal, fascinante, en el que, al igual que en el Arenal escuchas conversaciones de barra de taberna en las que loan un natural y un pase cambiado por la espalda, allí, en el pandemónium de la Alameda puedes escuchar a dos chicas hablando emocionadas de la sesión de danzas africanas a la que asistieron la noche anterior.

Pocas cosas me sientan mejor que mis ratos en la Alameda de Hércules. Pero si algo tengo claro es que nunca viviría allí porque la tumba de la ilusión es la posesión y yo quiero seguir sintiendo, eternamente, ese cosquilleo que siento cuando me adentro en ese mar de diablos. Quiero seguir siendo, durante toda mi vida, un extraño en el Pandemónium.